capitulo 8

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Capítulo 8
Harry y Louis ayudaron a Niall a desmontar el puestecillo ambulante y a
guardarlo todo en el jeep, antes de regresar a casa sorteando el tráfico típico de un viernes por la noche.
— Has estado muy callado —le dijo Louis mientras se detenía en un semáforo
en rojo.
Observó cómo la mirada de Harry seguía el movimiento de los automóviles
que pasaban junto a ellos. Parecía perdido, como alguien que se debatiera en el
límite entre la fantasía y la realidad.
— No sé qué decir —respondió tras una breve pausa.
— Dime cómo te sientes.
— ¿Sobre qué?
Louis se rió.
— Definitivamente, eres un hombre —le dijo—. ¿Sabes? Las sesiones con los
hombres son las más difíciles. Llegan y pagan ciento veinticinco dólares para no
decir prácticamente nada. Jamás lograré entenderlo.
Harry bajó la vista hasta su regazo, y Louis observó el modo en que acariciaba
distraídamente su anillo con el pulgar.
— Dijiste que eras un sexólogo, ¿qué es eso exactamente?
El semáforo se puso en verde y se internaron de nuevo en el tráfico.
— Tú y yo estamos en el mismo negocio, más o menos. Ayudo a las personas
que tienen problemas con sus parejas. Mujeres que tienen miedo de tener relaciones íntimas con los hombres, o mujeres a las que les gustan los hombres un poco más de la cuenta.
— ¿Ninfómanas?
Louis asintió.
— He conocido a unas cuantas.
— Apuesto a que sí.
— ¿Y los hombres? —preguntó él.
— No son fáciles de ayudar. Como ya te he dicho, no suelen hablar mucho.
Tengo un par de pacientes que sufren de miedo escénico…
— ¿Y eso qué es?
— Algo que estoy completamente seguro que tú no padecerías jamás —le
contestó, pensando en la continua y arrogante persecución a la que él le sometía.
Se aclaró la garganta y se lo explicó—. Son hombres que tienen miedo de que sus
compañeras se rían de ellos cuando están en la cama.
— ¡Ah!
— También tengo un par que abusan verbalmente de sus parejas, y otros dos
que quieren cambiarse de sexo…
— ¿Se puede hacer eso? —preguntó Harry, totalmente pasmado.
— ¡Claro! —respondió Louis con un gesto de la mano—. Te sorprendería
saber de lo que son capaces los médicos hoy en día.
Tomó una curva y se adentraron en su vecindario.
Harry permaneció callado tanto rato que estaba a punto de enseñarle lo que
era la radio cuando, de repente, él preguntó:
— ¿Por qué quieres ayudarlos?
— No lo sé —le respondió con franqueza—. Supongo que se remonta a mi
infancia, una época de muchas inseguridades para mí. Mis padres me querían
mucho, pero no sabía relacionarme con otros niños. Mi padre era profesor de
historia y mi madre ama de casa…
— ¿Qué es un ama de casa?
— Una mujer que se queda en casa y hace las cosas típicas de las madres.
En el fondo, nunca me trataron como a un niño, por eso, cuando estaba cerca de
otros niños, no sabía cómo comportarme. Ni qué decir. Me asustaba tanto que me
ponía a temblar. Finalmente, mi padre comenzó a llevarme a un psicólogo y,
después de un tiempo, mejoré bastante.
— Excepto con los hombres.
— Ésa es una historia totalmente diferente —le dijo, suspirando—. De
adolescente era un chico inseguro, y los chicos del instituto no se acercaban a
mí, a menos que quisieran burlarse.
— ¿Burlarse de ti?, ¿por qué?
Louis se encogió de hombros con un gesto indiferente. Por lo menos, esos
viejos recuerdos habían dejado de molestarlo. Finalmente los había superado.
— Porque era feo y gordo-le dijo Louis—. ¿Y tú?
— Yo no era gordo.
Lo dijo con un tono tan inexpresivo y serio que Louis no pudo evitar estallar
en carcajadas.
— No era eso a lo que me refería, y lo sabes muy bien. ¿Cómo fue tu
adolescencia?
— Ya te lo he dicho.
Louis le miró furioso.
— En serio.
— En serio, luchaba, comía, bebía, me acostaba con mujeres y me bañaba.
Normalmente, en ese orden.
— Todavía tenemos problemas con esto de la falta de confianza, ¿no? —
preguntó Louis de forma retórica.
Asumiendo su papel de psicólogo, cambió a un tema que a él le resultara más
fácil.
— ¿Por qué no me cuentas qué sentiste la primera vez que participaste en
una batalla?
— No sentí nada.
— ¿No estabas asustado?
— ¿De qué?
— De morir, o de que te hirieran.
— No.
La sinceridad de su sencilla respuesta consiguió desconcertarlo.
— ¿Y cómo es que no tenías miedo?
— No tienes miedo a morir cuando no tienes nada por lo que seguir viviendo.
Impresionado por sus palabras, Louis tomó el camino de entrada a su casa.
Decidiendo que sería mejor dejar un tema tan serio por el momento, bajó del
coche y abrió el maletero.
Harry cogió las bolsas y la siguió hasta la casa.
Se dirigieron a la planta alta. Louis sacó sus cómodos vaqueros del vestidor
e hizo sitio en los cajones para poder guardar la ropa nueva de Harry.
— Veamos —dijo, arrugando las bolsas vacías para arrojarlas a la papelera
de mimbre, colocada junto al armario—. Es viernes por la noche. ¿Qué te gustaría
hacer? ¿Te apetece una noche tranquila o prefieres dar una vuelta por la ciudad?
Su hambrienta mirada la recorrió de la cabeza a los pies, haciendo que
ardiera al instante.
— Ya conoces mi respuesta.
— Vale. Un voto a favor de arrojarse al cuello del doctor, y otro en contra.
¿Alguna otra alternativa?
— ¿Qué tal una noche tranquila en casa, entonces?
— De acuerdo —respondió Louis, mientras se acercaba a la mesita de noche
para coger el teléfono—. Déjame que compruebe los mensajes y después
prepararemos la cena.
Harry siguió colocando su ropa, mientras Louis llamaba al servicio de
contestador y hablaba con ellos.
Acababa de doblar la última prenda cuando percibió una nota de alarma en la
voz de Louis.
— ¿Dijo qué quería?
Harry se giró para poder observarlo. Tenía los ojos ligeramente dilatados, y
sujetaba el teléfono con demasiada fuerza.
— ¿Por qué le dio mi número de teléfono? —preguntó enfadado—. Mis
pacientes jamás deben saber mi número privado. ¿Puedo hablar con su superior?
Harry se acercó a Louis.
— ¿Algo va mal?
Louis alzó la mano, indicándole que permaneciera en silencio para poder
escuchar lo que la otra persona le estaba diciendo.
— Muy bien —dijo tras una larga espera—. Tendré que cambiar el número de
nuevo. Gracias —colgó el teléfono, frunciendo el ceño por la preocupación.
— ¿Qué ha pasado? —le preguntó él.
Louis resopló irritado mientras se frotaba el cuello.
— La compañía acaba de contratar a esta chica y, como es nueva, le dio mi
número privado a uno de mis pacientes.
Hablaba tan rápido que a Harry le costaba trabajo seguirlo.
— Bueno, en realidad, no es mi paciente —prosiguió sin detenerse—. Jamás
habría aceptado a un hombre así, pero Luanne, la doctora Jenkins, no es tan
selectiva. La semana pasada tuvo que marcharse de la ciudad a toda prisa, por una emergencia familiar. Así es que Beth y yo tuvimos que repartirnos sus pacientes para atenderlos mientras Louis está fuera. Aún así, no quise quedarme con este hombre tan horripilante, pero Beth no pasa consulta los viernes, y él tiene que acudir los miércoles y los viernes debido al régimen de libertad condicional.
Louis lo miró con el pánico reflejado en sus ojos azules.
— Pero yo no quise atenderlo, y el supervisor de su caso me juró que no
habría ningún problema. Dijo que el tipo no representaba una amenaza para nadie.
Harry sentía que le palpitaba la cabeza por la cantidad de información que
Louis estaba soltando, y que él era incapaz de comprender en su mayor parte.
— ¿Eso es un problema?
— Es un poquito espeluznante —dijo con las manos temblorosas—. Es un
acosador. Acaban de darle el alta de un hospital psiquiátrico.
— ¿Un acosador? ¿Un hospital psiquiátrico? ¿Qué es eso?
Al escuchar la explicación, Harry no pudo evitar quedarse con la boca abierta.
— ¿Permitís que estas personas se muevan a su antojo?
— Bueno, sí. La idea es ayudarlos.
Harry estaba horrorizado. ¿Qué clase de mundo era ése en el que los
hombres se negaban a proteger a sus mujeres y niños de la depravación?
— En mi época, no permitíamos que personas así se acercaran a nuestras
familias. Nos asegurábamos de que no andaran sueltos por nuestras calles.
— ¡Bienvenido al siglo veintiuno! —exclamó Louis con amargura—. Aquí
hacemos las cosas de un modo… distinto.
Harry movió la cabeza, ensimismado, mientras pensaba en todas las cosas
de ésta época que le resultaban extrañas. No podía entender a esta gente, ni su
modo de vida.
— No encajo en este mundo —masculló.
— Harry…
Se alejó cuando vio que Louis se acercaba a él.
— Louis, sabes que es así. Supongamos que rompemos la maldición; ¿de
qué me va a servir? ¿Qué se supone que voy a hacer aquí? No puedo leer tu
idioma, no sé conducir y no tengo posibilidades de trabajar. Hay demasiadas cosas que no entiendo. Me siento perdido…
Louis se estremeció ante la evidente angustia que Harry intentaba ocultar con
todas sus fuerzas.
— Sólo estás un poco agobiado. Pero lo haremos pasito a pasito. Te
enseñaré a conducir y a leer. Y con respecto al trabajo… sé que eres capaz de
hacer muchas cosas.
— ¿Como qué?
— No lo sé. Además de ser un soldado, ¿a qué otra cosa te dedicabas en
Macedonia?
— Era un general, Louis. Lo único que sé hacer es dirigir a un antiguo
ejército en una batalla. Nada más.
Louis tomó su cara entre las manos y lo miró con dureza.
— No te atrevas a abandonar ahora. Me has dicho que no tenías miedo a
luchar, ¿cómo puedes asustarte por esto?
— No lo sé, pero me asusta.
Algo extraño ocurrió entonces; Louis percibió que Harry le había permitido
acercarse. No de forma muy íntima, pero por la expresión de su rostro se daba
cuenta de que estaba admitiendo su vulnerabilidad ante él. Y, en el fondo, sabía
que no era el tipo de hombre que admite fácilmente ese hecho.
— Yo te ayudaré.
La duda que reflejaban los ojos verdes hizo que se le revolviera el estómago.
— ¿Por qué?
— Porque somos amigos —le respondió con ternura, mientras le acariciaba la
mejilla con el pulgar—. ¿No fue eso lo que le dijiste a Cupido?
— Ya escuchaste su respuesta. No tengo amigos.
— Ahora sí.
Harry se inclinó y lo besó en la frente, atrayéndolo hacia su cuerpo para darle un
fuerte abrazo. El cálido aroma del sándalo lo inundó mientras escuchaba cómo el
corazón de Harry latía frenéticamente bajo su mejilla rodeada por sus bíceps. Fue un gesto tan tierno que a Louis le llegó al alma.
— De acuerdo, Louis —le dijo en voz baja—. Lo intentaremos. Pero
prométeme que no dejarás que te haga daño.
Louis lo miró ceñudo.
— Estoy hablando en serio. Una vez que me pongas los grilletes, no me
sueltes bajo ninguna circunstancia. Júralo.
— Pero…
— ¡Júralo! —insistió él con brusquedad.
— Muy bien. Si no puedes controlarte, no te liberaré. Pero yo también quiero
que me prometas una cosa.
Harry se apartó un poco y lo miró con escepticismo. No obstante, siguió
abrazándolo.
— ¿Qué?
Louis apoyó las manos sobre sus fuertes bíceps y sintió cómo la piel de
Harry se erizaba bajo su contacto. Él bajó la mirada hacia sus manos, con una de
las expresiones más tiernas que Louis había visto nunca.
— Prométeme que no vas a desistir —le dijo—, que vas a intentar acabar con
la maldición.
Lo miró con una sonrisa extraña.
— Está bien. Lo intentaré.
— Y lo lograrás.
Harry sonrió al escuchar su comentario.
— Tienes el optimismo de un niño.
Louis le devolvió la sonrisa.
— Como Peter Pan.
— ¿Peter qué?
Louis se alejó de sus brazos de mala gana. Tomándolo de la mano, lo llevó
hasta la puerta del dormitorio.
— Acompáñame, esclavo macedonio mío, y te contaré quiénes son Peter Pan
y los Niños Perdidos.

el dios de lo placentero /LSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora