La última palabra

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Kohaku caminó lentamente aun con su vestido de novia hacia la avenida donde podría encontrar más rápido un taxi, sin molestarse en ir por su ropa normal, todavía sin terminar de asimilar lo que acababa de pasar, sin poder sentir siquiera los latidos de su corazón, caminando solo en automático, con la mirada perdida, arrastrando los bordes blancos de ese hermoso vestido por la suciedad de la calle.

No parpadeaba, casi no respiraba, solo podía caminar, solo podía alejarse de todos, como si eso pudiera ayudarla a alejarse del dolor que se estaba extendiendo por su pecho hacia todo su cuerpo.

La gente a su alrededor la miraba con confusión, algunos llegaron a preguntarle si estaba bien, pero ella solo siguió caminando hasta que finalmente pudo pedir un taxi y, con voz muy baja y susurrante, le indicó la dirección.

Cuando por fin llegó a su casa, finalmente la realidad terminó de hundirse en ella mientras levantaba con mucha lentitud una mano hacia la manija de la puerta.

Envolvió su mano en el frío metal, y solo entonces sintió el peso de la realidad, solo entonces las lágrimas comenzaron a desbordarse imparables.

Ni siquiera pudo entrar, se derrumbó en el piso frente a su puerta y comenzó a sollozar mientras aferraba sus puños a la tela blanquecina de la falda, rasgando el delicado encaje con sus uñas, cerrando los ojos con fuerza debido al dolor que provocaba el ardor de sus ojos, debido al inmenso peso y estruje de su pecho.

¿Cómo era posible que su corazón pudiera seguir latiendo aun con todo este dolor? ¿Cómo era posible que alguien pudiera respirar aun sintiendo que la vida se le escapaba con cada bocanada de aire?

¿Cómo era posible que algo así le estuviera pasando a ella?... ¿Por qué la vida tenía que ser tan cruel?...

Se quedó allí sentada llorando hasta que su hermana llegó de pronto, con el rostro empapado en lágrimas.

Kohaku la miró sin sorprenderse. Seguramente Byakuya le había avisado, porque era una persona demasiado buena, incluso aunque ya no volverían a verse nunca más.

—Ruri-nee... —Su voz estaba irreconocible, tan rota que ya no fue capaz de decir nada más, simplemente extendió un brazo hacia su hermana, que sollozó y se arrodilló para envolverla en sus brazos.

Kohaku pudo seguir llorando a gusto, todavía sintiendo el corazón destrozado, pero al menos sintiéndose un poco mejor de ahora estar acompañada.

Luego de un rato, su hermana la acompañó adentro y la ayudó a quitarse el vestido de novia roto y sucio, y Kohaku intentó no pensar en que probablemente ya nunca volvería a ponerse un vestido de novia mientras se despojaba de esa tela que hace tan solo unas horas tanta ilusión le despertó.

Se metió a bañar con ayuda de su hermana, que la atendió como si todavía fuera una niña pequeña, intentando sonreír mientras le contaba cosas de su hijito Ruchiru, mientras Kohaku la escuchaba con sus lágrimas todavía cayendo, pero ya sin temblar, ya sin sollozar, inerte como una rosa marchita.

Al salir de la ducha, ya las lágrimas se le secaron, pero solo pudo acostarse en su cama sin hacer ni decir nada.

Ruri se quedó a su lado, abrazándola, acariciando su cabello, prometiéndole que todo estaría bien, que esto era solo... una mala experiencia... que el dolor pasaría.

Solo al día siguiente Kohaku se atrevió a hablar mientras contemplaba el té que su hermana dejó para ella, sin tocarlo.

—Sabía que había posibilidades de que... no fuera él... —susurró con voz queda, con los ojos secos, pero la voz todavía rota y empequeñecida—. Sabía que no era seguro, pero... yo... de verdad me enamoré... pensé... que sí era él.

Anillo sin parDonde viven las historias. Descúbrelo ahora