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El sol se ocultaba en el horizonte, dando por fin una guía para aquél joven chico que se encontraba perdido en aquel cálido desierto.

Aiki había sobrevivido a muchas cosas atroces durante su vida como militar, así que confiaba que iba a sobrevivir al calor infernal del desierto de la muerte. Él cabalgaba junto a su gata negra Luna en busca de un pueblo el cual llamaban Galíni, del cual no ha encontrado rastro en los tantos kilómetros que recorrió en su montura. Las reservas de agua se iban acabando poco a poco, y Aiki no sabía que tan lejos se hallaba del río del Sur de Dako, el país al cual había sido enviada su tropa por parte de la Organización de Naciones, de la cuál en ese momento se hallaba a cargo el gobernante de Zane, el señor Joseph Kintel.

La cabalgata se volvía cada vez más larga, y a pesar de que el calor infernal estaba disminuyendo, Aiki sabía que si no hallaba un río o un refugio, iba a morir. Avanzó unos kilómetros más y se detuvo por completo, pues necesitaba caminar. Desmontó su caballo asignado por las fuerzas militares, y siguió su camino a pie, sosteniéndolo por las riendas mientras su gata seguía durmiendo en su lomo. Luna parecía muy calma en comparación a lo que usualmente suele hacer. El calor se la arena hacía que sus botas se sientan un horno, mientras que en su alrededor había unos pocos cactus esparcidos de una manera uniforme por el lugar. El cielo parecía oscurecerse, pues pronto llegaría la noche. Aiki estaba replanteándose en regresar por el camino, pero sabía que volver implicaría recorrer más distancia, y era mejor proseguir.

El inmenso calor poco a poco fue disminuyendo, y la luz fue abandonando los lares, mientras que la luna distante se asomaba del otro lado, aún tímida, pero poco a poco descubriéndose cada vez más. Las caminatas largas se volvieron progresivamente más cortas, hasta que Aiki finalmente se detuvo. ¿Será tiempo para descansar? Se preguntó. En ese momento, sintió a lo lejos unas pisadas que se acercaban lentamente. Él sabía que el ejército al que él pertenecía, el de Skirmofe, tenía muchos enemigos en las entradas de Dako, así que desenvainó la espada que tenía guardada en su funda. Tal vez no sea más que un animal del desierto, pero no podía estar seguro de eso, al menos no en ese momento. Los sonidos de los pasos cada vez se volvían más nítidos, mientras que el mango de la espada le calentaba la mano al conducir el calor hasta ella, y tras ellos oyó unas voces; otros humanos quizás. Apuntó la espada hacia el origen del sonido, y vio a lo lejos la figura de dos hombre que vestían dos capuchas de tela marrón, emparchada en varios lados. Estos hombres se aproximaron hacia él, y guardó su espada.

—¡Chicos! —gritó Aiki. Los hombres lograron verlo, y se acercaron de inmediato.

—¿Qué hace usted, joven, en estos lugares? —preguntó uno de los hombres.

—Estoy buscando un pueblo —dijo Aiki —, aunque pensándolo bien, en estos momentos preciso un refugio para pasar la noche.

Los hombres se miraron entre ellos, parecía que ambos habían usado un tipo de lenguaje silencioso para comunicarse entre ellos, pero se comprendieron el uno al otro. Volvieron su mirada hacia Aiki.

—Nosotros podemos ayudarte —dijo el segundo hombre encapuchado, al notarlo de cerca, podía verse que tenía una tez morena y un pelo corto con rizos. El primer hombre también era moreno, pero llevaba su peinado hasta el hombro—, cerca de acá, tenemos nuestro refugio. También si necesitas, estamos cerca de un río.

—¡Muchas gracias! —contestó Aiki, se sintió agradecido, y a su vez aliviado porque por lo menos había conseguido un lugar para pasar la noche.

—Estos lugares son muy peligrosos a oscuras —dijo el de pelo largo con un acento característico—, espero que tengas preparado equipamiento.

—Tengo mi espada, y también unas cuantas petacas de agua. Quizás no sea mucho, pero con eso pude sobrevivir hasta ahora.

—Ven con nosotros —dijo el hombre del peinado rizado—, tenemos un lugar donde podrás refugiarte.

Aiki asintió con la cabeza, y tomó a su caballo por las riendas. Los hombres caminaron por extensos mantos de colinas de arena cálida que tranquilamente podría calcinarlos, sin embargo, ellos ni se inmutaban Aiki los siguió estando algo incómodo, sin embargo, con ciertas ansias de una vez llegar. Agarró una petaca y comenzó a beber agua. Ya le quedaban dos o tres más que estaban vacías, pero aquellas las había decidido conservar en caso de emergencia. Quizás podría llenar las que estaban vacías en el río una vez lleguen a él, aunque sabía que tomaría un tiempo.

Siguieron caminando hasta que en las lejanías se pudo hacer visible el río, orientando nuevamente a Aiki; se hallaba justo en el sur del país. Él se acercó lentamente mientras veía el panorama crecer, hasta que llegó a él. Se arrodilló a la orilla y metió sus dos manos en él. Su caballo ya había empezado a beber agua, mientras que Aiki había terminado de hidratarse. Él se acercó a su lomo para descolgar las petacas vacías, y después ir llenándolas al río. Eran en total ocho. Los hombres se habían sentado en la orilla, mojando sus pies descalzos mientras hablaban entre sí. Aiki logró escuchar una parte de la conversación. «Si él regresa, entonces estaremos perdidos» dijo el de peinado liso y largo. Ese comentario le llamó particularmente la atención, a lo que se acercó a él.

—¿Quién regresará? —inquirió Aiki.

—Angur von Haiger —dijo el hombre de pelo largo—; emperador durante la gran guerra, él gobernó todo Dako, y se había propuesto dominar el mundo para de esa forma exterminar a los hechiceros morganianos (una etnia de hechiceros descendientes de Morgan) y a sus oponentes.

—¿Y qué pasó con él?

—Murió. Aunque hay grupos de personas que quieren hacerlo regresar.

—Es algo imposible de hacer al menos de que se use magia muy poderosa —respondió el otro hombre—, quizás solamente al alcance de un demonio por lo poderosa que es.

—Una vez luché contra un demonio —replicó Aiki—, aunque bueno, recibí ayuda de mis superiores; sí, soy militar, de Skirmofe aunque vine por un viaje de expedición.

—Dime, ¿Cómo te llamas, niño? —dijo el hombre de pelo largo.

—Me llamo Aiki —se presentó.

—Cedro Baumverdantalis —dijo el de pelo largo—; y él es mi hermano Tilo Baumverdantalis. Aunque nuestro apellido es tan largo que nos reconocen como Baum.

—Encantado —dijo Aiki.

—Aún luces muy pequeño; nosotros vivimos en carne propia aquella guerra.

—Mi sargento luchó en ella —replicó Aiki—; o al menos eso dijo ella.

—Creo que nos gustaría conocerla.

—No creo que les guste —repuso Aiki.

Cedro se levantó de la arena, y su hermano, Tilo, lo siguió.

—¿Vamos? —preguntó Cedro—, ahora que tienes las petacas llenas, creo que te gustaría pasar la noche en nuestro refugio.

—Vamos —respondió Aiki, y volvió a tomar de las riendas a su caballo, quien llevaba en su lomo a Luna, y caminó tras los hombres. El camino a diferencia de antes, comenzó a tomar sentido a medida que avanzaban. El cielo había pasado de tener un color naranja a teñirse de un azul oscuro que poco a poco iba transformándose en la noche. El aire caliente poco a poco se enfriaba y se transformaba en vientos frescos que golpeaban la cara de Aiki. Cedro caminaba delante suyo junto a Tilo. De un momento a otro, Aiki comenzó a visualizar a lo lejos una cabaña de tamaño medio, hecha de madera. A su alrededor tenía un vallado, y materiales como un par de sillas de roble, un yunque, y una fogata apagada. Eso demostraba que el clima era frío y seco por la noche, a diferencia de lo que Aiki habría sentido al adentrarse al desierto durante el mediodía.

—Bien —dijo Cedro—; llegamos. Espero que te guste nuestro humilde hogar, aunque hay mejores. —agregó.

—No —replicó Aiki—, para mí está lindo.

—Gracias —replicó Tilo—; normalmente se nos hace más cómodo cuando dormimos en una posada en el pueblo Galíni; quizás sea el lugar que buscas.

—Sí, es ahí —respondió Aiki—, ¿Queda muy lejos?

—Está a un par de kilómetros de dónde estamos. —dijo Cedro. 

Génesis: El faraón de Dako ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora