Preámbulo

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Varios eones en el pasado. De cómo apareció la humanidad y los pueblos sobrenaturales.

Cuando el Dios Supremo -El Todopoderoso, El Creador, El Padre Celestial-, decidió darle una oportunidad a los espíritus humanos para perfeccionarse, elevar y así ser dignos de pertenecer a uno de los nueve coros angélicos que permanecen cerca de Él y son nutridos por su infinita luz, decidió crear un espacio donde se desarrollara la vida humana, una que nace de la unión de una porción del espíritu con la carne, con la intención de hacerles entrega del libre albedrío para que aprendan a utilizarlo al tomar decisiones según cómo las posibilidades vayan apareciendo durante el corto tiempo que tendrán sus mortales existencias.

Así fue cómo decidió crear los planetas, en especial uno, La Tierra, con características que permita la existencia de los que serían encarnados. Había terminado de armar los cimientos de ese nuevo planeta -teniendo el núcleo, el cual era cálido al ser hecho a base de la propia esencia de la divinidad, y una serie de capaz de revestimiento, cada una de materiales que enriquezcan los suelos por donde los humanos caminarán, con miras a que la vida sea posible-, cuando tuvo que detener su creación para hacerse cargo de la revuelta que uno de sus serafines más amados había iniciado, la que desencadenaría la Guerra de los Cielos.

Tras haber acabado con la insurrección y despojado de las alas de aquellos que participaron en ella, desterrándolos de los Cielos, lugar al que no volverían más, quitándoles así la gracia de permanecer al lado de El Padre Celestial, los vencidos fueron arrojados hacia ese árido y frío planeta que aún estaba en creación. «Su mayor castigo será ver cómo los humanos se desarrollan y logran elevar sus espíritus, haciéndose dignos de existir eternamente a mi lado, algo que ellos no tendrán más», con esas palabras, El Todopoderoso determinó el futuro de aquellos que serían conocidos como los Caídos mientras veía desaparecer al último celestial que peleó en su contra y fue expulsado de su presencia.

Al retomar la creación de La Tierra, la concluyó agregando los demás elementos necesarios para el desarrollo de la existencia mortal. Al ya tener el suelo, el elemento tierra –el cual da su nombre al planeta-, este debía de nutrirse para florecer, de ahí que añadió los elementos agua y aire, necesarios para que surja la vida terrestre. Para mantener la oscuridad alejada de los humanos, el Dios Supremo tomó una porción de su luz y creó el sol, astro rey que iluminaría su creación, entregando ese elemento adicional que necesitaba el suelo para poder florecer. Sin embargo, recordando a aquellos que no volverían a estar cerca de su presencia, hizo que cíclicamente haya luz y oscuridad, creando el día y la noche, para que el hombre sepa qué se siente al existir sin gozar de la luz, que es la presencia de El Creador; aunque luego, por ser infinito amor, agregó el elemento fuego a su creación, para que el hombre pueda tener algo que lo ilumine en medio de la oscuridad.

Todo estaba casi listo para que los espíritus humanos encarnen y habiten La Tierra, pero un recuerdo de las duras palabras del amado serafín que decidió ir en contra de sus designios le hizo cambiar de parecer y tomar una decisión: «El hombre puede aprender y elevar su espíritu sin estar lejos de mí. Por ello crearé El Paraíso, un espacio en donde tendrán todo lo que necesitan para que se dé la vida material, una que será inmortal, donde los humanos no sabrán lo que es la enfermedad, la vejez, el dolor, la muerte. Les tomará más tiempo el poder elevar sus espíritus, pero tiempo es lo que me sobra al ser eterno y el creador de todo».

Como la vida en La Tierra ya se había dado, una de menor rango al haberla habitado de animales y vegetación, no podía dejar su creación sin que alguien cuide de ella, por lo que preguntó entre Los Celestiales, quién estaría dispuesto a encarnar para encargarse del cuidado de su obra. La idea de alejarse del Dios Supremo no era del agrado de los miembros de ninguna de las nueve órdenes angélicas, pero alguien debía de aceptar el pedido de El Padre Celestial. Tímidamente, un grupo de querubines se ofrecieron para realizar esa labor. «Por ofrecerse, sabiendo lo difícil que les resultará alejarse de mí, los recompensaré. Los querubines serán los guardianes de mis obras, los que se ocupen de cuidar de mi esencia depositada en la creación. Contemplarán mi creación de la misma manera que lo hacen conmigo, de ahí que la amarán y se preocuparán por que se mantenga pura por el transcurso de los tiempos», y así llegaron a La Tierra unos pequeños seres portadores de los elementos que facilitan la vida en el planeta, amantes de la paz y dueños de un poder mágico que les permite controlar la creación, a quienes el Dios Supremo Todopoderoso llamó El Pueblo de las Hadas.

El Puro que AúllaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora