Capítulo 3

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El jueves desperté muy temprano y quise salir de la mansión para conocer un poco Lima. Aún no sabía a dónde iría, quizás le pediría a Mario, el chofer de mis sobrinas Ania y Lena, que me lleve a donde mejor le parezca. Desayunaba con Kiram, ya que a diario era el primero en salir de casa por el horario de clases que tenía, cuando apareció Ania sin su uniforme de la escuela.

– ¿No hay colegio hoy? -preguntó Kiram mirando raro a su hermana.

– Sí y no -respondió algo triste Ania-. Los de secundaria iremos al colegio vistiendo de negro porque participaremos en la misa y entierro de la Hermana Cordelia. Así que no habrá clases.

– ¿Quién era la Hermana Cordelia que su partida te pone triste? -pregunté muy curioso.

– Era una de las hermanas que enseñaba en el colegio. Era la directora cuando postulé a los tres años, y se encargó de tomarme la prueba de ingreso. Desde ese día la recuerdo muy amable, amorosa y dedicada a los niños, era mi profesora favorita. Hace tres años dejó de enseñar porque ya estaba muy avanzada de edad, pero durante los recreos la íbamos a ver al teatro, donde siempre estaba relatando cuentos para los más pequeños. Quizás ya no tengo edad para estar escuchando cuentos, pero su voz me daba una paz que ni con el arrullo de mi madre recuerdo haber sentido. Falleció el lunes por la noche, a los ochenta y cuatro años, y eso ha sido muy duro para mí. Creo que a los sobrenaturales no nos conviene ser muy cercanos a los humanos; ellos se van muy pronto y nosotros quedamos con ese nudo en la garganta que ahora no sé cómo deshacer -comenzó a llorar.

Me levanté de la silla y fui a darle un fuerte abrazo a mi pequeña sobrina. Ania podía tener catorce años, pero en ella aún no despertaba la consciencia a lo sexual ni a los placeres de la vida encarnada. Quizás era porque al ser más bruja que licántropa era un ángel que decidió encarnar, de ahí que mantenía la inocencia de una niña. Kiram se acercó, limpió las lágrimas de su hermana y me ayudó a sentarla. Ambos le servimos el desayuno, que, aunque no tenía ganas, por nosotros comió. Lena bajaba apurada las escaleras con Marianne detrás para terminar de hacerle la trenza que ordenaba sus cabellos. Mi hermana notó la tristeza en Ania, y al terminar con el cabello de Lena fue a abrazar a su hija. Ania no quería ir sola a la escuela, le pedía a Marianne que la acompañe, ya que era posible que familiares de los alumnos participen de los Funerales de la Hermana Cordelia, pero Marianne estaba muy atareada con el instituto, y no podía faltar ese jueves cuando el viernes no iría a trabajar por lo de la cena.

– ¿Puedo acompañarte? -le pregunté sin saber en lo que me metía.

– ¿Irías conmigo, tío? -dijo a la par que su mirada se iluminaba y una sonrisa aparecía en su rostro.

– Claro, por ello pregunto. Pensaba salir a mirar un poco la ciudad, pero si mi sobrina Ania me necesita, prefiero pasar contigo la mañana.

– ¿Y yo, tío? -dijo Lena entre que comía su fruta.

– Para ti será la tarde. Me puedes hacer un recorrido por los mejores lugares de diversión a los que te gusta ir.

– Entonces, tío, debes cambiar tus ropas, hay que ir de negro.

Salí corriendo del comedor para vestir un traje negro, camisa y corbata del mismo color. Mantuve la media cola que llevaba y fui por mis sobrinas. En el camino me topé con mis padres y pensaron que iría a las oficinas del holding, pero les expliqué que iba a los Funerales de la Hermana Cordelia con Ania. Mi madre tomó mi rostro entre sus manos y me dio un beso en la frente. «Ese es mi dulce niño», me dijo. Sonreí, algo que no había hecho enfrente de ellos en meses, y me fui.

La escuela de Ania era inmensa y la única de su tipo: católica, pero de alumnado mixto. La congregación que manejaba la escuela creía que, si en el mundo, machos y hembras comparten y viven en sociedad, en la escuela debían hacerlo también. Los alumnos de los cinco años de secundaria vestían de negro y debían reunirse en sus respectivas aulas para luego ir en orden a la iglesia de la escuela. Los familiares esperábamos a las afuera del edificio sagrado, ya que podíamos ingresar y sentarnos al lado del alumno que acompañábamos. Mientras esperaba sentí cómo los otros familiares me miraban. Empecé a prestar atención a sus murmullos y había todo tipo de comentarios, desde los de las hembras jóvenes, que se deshacían hablando de mi atractivo, pero con términos que no entendía, creo que estaban utilizando jerga peruana, algo que me pareció nada elegante, si lo comparo con las finas ropas que lucían, hasta la crítica destructiva de un grupo de machos humanos por la envidia que sentían al ver mi largo cabello y cómo lucía tan bien ese traje; la mayoría tenía problemas de calvicie y una muy notoria barriga que sus ropas no podían ocultar.

El Puro que AúllaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora