1. Primer beso

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El viejo aire acondicionado vuelve a arrancar justo en el momento en que Mahito se acerca sigiloso al hombre rubio que duerme sentado en el sillón. Con estertores mecánicos el aparato vuelve a enfriar la sala del pequeño departamento para aislarlo del inusual calor de septiembre. Acostumbrado al ruido, Nanami ni siquiera pestañea. En cambio, Mahito desaparece de un salto.

En la mesa ratona, una botella de vino casi vacía delata la razón por la que el hechicero no se despertó. Mahito, más confiado ahora, sale de su escondite y se acerca despacio. Junto a la botella hay una copa con apenas un resto de vino tinto; un envase de fideos instantáneos a medio terminar. Más alejado, una pequeña caja de cartón con la imagen de un pastel, todavía cerrado.

—¿Estuviste de fiesta con tus amigos?

Mahito levanta la copa y la inclina hasta que el poco vino que queda cae en su boca. Se relame. Aún sin ser un experto, se da cuenta de que es un vino de primera. No condice con la austeridad del departamento ni los fideos instantáneos. Mahito es nuevo en este mundo, pero no es ingenuo. Deduce que el vino y el postre individual fueron un regalo.

—¿Es éste un premio por tu trabajo?

No puede evitar una risita burlona mientras se agacha y apoya sus manos en el brazo del sillón para mirar más de cerca el rostro demacrado del rubio. Ni siquiera el descanso de la borrachera logra borrarle las ojeras. Así y todo, sus facciones tan masculinas le llaman mucho la atención. Es un rostro común, en verdad. Sin embargo, hay algo en este hombre de cabellos suaves y rasgos duros que lo atrae con una curiosidad peligrosa.

El aire acondicionado vuelve a carraspear y Mahito se queda inmóvil y atento. Por suerte todo sigue igual, salvo que esta vez el rubio voltea la cabeza sobre el respaldo quedando a centímetros de su rostro. Demasiado cerca. Mahito observa que no tiene arrugas, lo cual indica que es mucho más joven de lo que aparenta. Quizás sean sus rasgos afilados o la expresión dura y cansada la que lo hace ver mayor. El pelo, en cambio, luce dorado y sedoso; unos mechones caen sobre la frente desarmando el peinado.

El hechicero no trae puestos los lentes; los tiene en la mano que descansa sobre su regazo. De seguro se los sacó para frotarse el puente de la nariz, allí donde todavía se nota la marca del soporte. De tan agotado se durmió con los lentes en la mano. Tan vulnerable que ni siquiera advierte la presencia de su enemigo.

—No deberías tomar tanto. Puede ser peligroso.

Mahito suelta una risita; un cosquilleo desconocido aletea en su pecho. No. Matarlo ahora sería demasiado aburrido. Lo asalta una súbita curiosidad por saber de qué color serán sus ojos. También se muere de ganas de tocarle el pelo. Podría hacerlo, ¿verdad? Mahito sonríe y su rostro se ilumina anticipando la travesura: comprobar la suavidad del cabello sin que se despierte. Un toquecito apenas...

—Haibara...

La voz profunda asusta a Mahito que retira la mano. El hechicero sigue dormido, pero su entrecejo se ha contraído y sus ojos están cerrados con fuerza.

—Haiba... cuidado...

El hombre mueve levemente la cabeza; su boca se tuerce en un rictus de desagrado mientras habla. Sus ojos se mueven rápido como si estuvieran viendo algo más allá de sus párpados cerrados. Mahito sabe lo que es eso, lo leyó en uno de sus libros.

—No... No vayas ahí....

La voz grave se torna acongojada. Mahito lo observa y chasquea la lengua con fastidio. La pesadilla inoportuna le arruina el momento al recordarle que este hombre de cabellos dorados es un hechicero. Un exorcista de primer grado. Mahito se incorpora y lo mira desde arriba. El enojo que siente no es como el desprecio habitual hacia los humanos. Ese le divierte; éste, en cambio, lo fastidia como si le hubiesen quitado algo importante. Y todo por culpa de ese tal Haibara. Mahito aprieta los puños con rabia.

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