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La tenue luz que se colaba entre mis párpados era lo único que mantenía como conexión a mis sentidos, no palpaba el tacto constante de mi piel contra la fría camilla, no escuchaba las voces que intentaban llegar a mis oídos, no podía saborear ni mi propia saliva.

Simplemente sentía que no existía, pero que estaba ahí. La luz me lo aseguraba. No me podía levantar y obligar a mis ojos a abrirse, ni podía sentir el movimiento de mis labios, que no dejaban de atrapar las palabras entre ellos. Quería llamarlo, gritar su nombre, sentir su piel, escucharlo susurrar en mi oreja, susurrar mi nombre, susurrar sus coquetos encantos. ¿Siquiera estaba ahí?, ¿Dónde estaba yo?

No lo sé, en un momento simplemente dejé de ser, no sé si de existir, o si, como muchas veces lo pensé, estaba explotando cual estrella en el universo.

“Por favor, Eli, despierta”, alcancé a escuchar en una lejanía tortuosa. No reconocía la voz, la lejanía y el llanto ahogado por la distancia, ocultaban la identidad de esas palabras.

Despierta. Quería hacerlo, pero no podía. ¿Estaba muerta? No lo sé, tal vez si lo estaba, pero mi alma seguía atrapada. O no lo estaba y solo era una mala jugada de parte del universo y yo era el peón más sacrificable.

¿Dónde estoy, Gilbert? ¿Por qué no estás a mi lado para sacarme de aquí?

Quería llorar, pero no podía. No podía ni lograr que las lágrimas salieran de mi, solo me ahogaba en ellas, me ahogaba en la desesperación que la claustrofobia me provocaba. No podía estar muerta, ¿Cierto? Cuando mueres, dejas de sentir, sentir también es pensar, sentir también es dejar que la desesperación se acumule en tu pecho y se explote en tu cabeza, que sus restos salgan por tus ojos en forma de lágrimas y de tu boca como gritos.

Pero yo no podía gritar, mucho menos llorar. ¿Estaba muerta?

No. No podía estarlo, ruego porque no sea así, el mundo no puede ser tan injusto como para hacerme aquello. Ella, logré escuchar eso, era ella, una niña. Antes de dejar de sentir, ella nació. Era ella, Sophie, como Gilbert me dijo, era una manzanita.

¿Qué hice? ¿Por qué merezco estos castigos? Desde los cinco años sufriendo en la miseria de la cruel búsqueda de la felicidad, cuando buscaba la felicidad en algo tan básico como lo era simplemente dejar de toser sangre. Jamás fuí injusta, jamás fuí cruel, jamás hice mal al mundo. Ni siquiera tendría tiempo para hacerlo, si desde antes de tener conciencia, ya vivía en la dulce miseria de la pobreza y enfermedad.

No pude cargarla, no pude despedirme, no la pude saludar, solo me desvanecí. Me iba a volver solo una imagen vacía creada por historias de labios ajenos. Conocería a su madre a través de anécdotas en lugar de sus ojos, podría llamar de esa forma a otra mujer que no era yo.

Necesito sentir, necesito abrazarla, necesito besar su cabeza y decirle que su madre siempre la va a proteger de todo. Pero cada vez siento menos, cada vez la luz tenue se vuelve más opaca, cada vez las únicas voces que escuché en una lejanía, parecen irse a millas de mi.

Promesa [Gilbert Blythe]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora