𝟎𝟗.

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VISENYA SIEMPRE HABÍA DISFRUTADO LA COMPAÑÍA DE SUS PRIMAS. Un par de chicas apasionadas de gran carácter con las que convivía amenamente cuando compartían un hogar y las únicas dos niñas de su edad con las que se le permitía congeniar a falta de una hermana propia.

Aunque viéndolas discutir nuevamente, tal vez agradecía un poco más haber nacido como la única hija de su madre. Al menos podía tomar ventaja de su feminidad por encima de sus hermanos varones, como ganar el favor y la diligencia de Rhaenyra cuando sus infantiles peleas llegaban a manotazos mucho menos amistosos.

Su madre siempre decía que era una doncella–un monólogo usual–y debía comportarse como una. Mucho menos delicada. Prefería cuando se ponía de su lado y sermoneaba a Lucerys–quien, por ende, involucraba a Jacaerys–.

No siempre podía salir ilesa.

En ocasiones específicas, la edad anteponía al género y Joffrey conseguía ser absuelto de cualquier castigo.

Mujeres sobre varones, niños sobre mujeres.

Tampoco funcionaba todo el tiempo. Su mamá los conocía desde sus primeras patadas en el vientre, sabía de lo que eran capaces y la clase de monstruos que había malcriado recluidos en Rocadragón una significativa parte de su infancia, con pocas opciones para convivir con más pequeños nobles de su edad.

Rhaena y Baela eran sus fieles aliadas, siempre que ambas lograran estar de acuerdo, por supuesto. Es decir, nunca.

Deslizó los ojos por su lectura con profundo interés, inmersa en el silencio convenido antes de buscar una nueva posición. Se removió entre los firmes cojines de seda junto al alfeizar de su solar, apoyando la espalda baja contra una cómoda columna para volver a enroscar sus rodillas flexionadas al pecho. La luz cálida del exterior bañó las páginas de su libro, lanzando un resoplido perezoso y apacible.

Entonces le dedicó a la menor de las gemelas un reconocimiento de soslayo mientras una sonrisita le cosquilleaba en las comisuras, tratando de ver el bordado entre sus manos.

Tal vez era con quien más empatizaba de las dos, había algo entre ellas que solo podía ser entendido por aquellos infortunados sin dragón–su tío Aemond alguna vez compartió con ellas dicha inferioridad–, sin aquella singular conexión con su sangre, sin la compañía de una criatura fiera como prueba de su legitimidad.

Rhaena Targaryen, aun así, tenía algo que Visenya no.

Sus magníficos rizos platinados caían como cascadas cuidadosamente enruladas a mano, perfilando cada lado de su rostro, demasiado concentrada en su labor como para estremecerse bajo su indiscreta mirada. Sus facciones eran la mezcla perfecta entre los Velaryon y los Targaryen, una pura cría de rasgos valyrios como los hermanos que tenían en común: Aegon el menor y Viserys.

Visenya a veces no podía verse al espejo sin pensar en ello.

Cuando niña, descubrió en su ingenua infancia que empanizarse la cabeza del polvo blanco para el rostro de la reina simulaba bien un color distinto de cabello, mas nada podía hacer por cambiar el color de sus ojos, su nariz, la forma de sus cejas o el resto de su cara.

𝐒𝐀𝐍𝐆𝐑𝐄 𝐘 𝐃𝐑𝐀𝐆𝐎𝐍𝐄𝐒 +21Donde viven las historias. Descúbrelo ahora