En cierta ocasión, hace ya mucho tiempo, vi un fantasma.
Sí, un espectro, una aparición, un espíritu; lo puedes llamar como quieras, el caso es que lo vi.
Ocurrió el mismo año en que el hombre llegó a la Luna y, aunque hubo momentos en los que pasé
mucho miedo, esta historia no es lo que suele llamarse una novela de terror.
Todo comenzó con un enigma: el misterio de un objeto muy valioso que estuvo perdido durante
siete décadas. Las Lágrimas de Shiva, así se llamaba ese objeto extraviado. A su alrededor tuvieron
lugar venganzas cruzadas, y amores prohibidos, y extrañas desapariciones. Hubo un fantasma, sí, y
un viejo secreto oculto en las sombras, pero también hubo mucho más.
A veces, sin saber muy bien cómo ni por qué, suceden cosas que nos cambian por dentro y nos
hacen ver el mundo de otra forma. Con frecuencia, se trata de sucesos triviales, acontecimiento a los
que, cuando se producen, apenas concedemos algún valor, pero que a la larga acaban adquiriendo una
inesperada trascendencia. Eso fue lo que ocurrió cuando mi padre cayó enfermo.
Un ser microscópico, el bacilo descubierto por un alemán llamado Robert Koch, desencadenó la
cadena de sucesos que acabarían conduciendo a aquel verano de 1969. Y ese verano fue muy especial:
mi padre enfermó, yo me fui de casa, el hombre llegó a la Luna, vi un fantasma y descifré un antiguo
misterio. Sí, sucedieron muchas cosas ese año, pero lo más importante de todo fue conocerlas a ellas.
Las cuatro flores, así las llamaba su madre: Rosa, Margarita, Violeta y Azucena, mis primas. Ellas me
mostraron un mundo secreto e íntimo, una realidad próxima y cotidiana, pero que hasta entonces
había sido totalmente ajena a mí.
Todo eso sucedió hace mucho, claro. Por aquel entonces no había ordenadores personales, ni
videojuegos, ni televisión por satélite. A decir verdad, ni siquiera había televisión en color. Era una
época en blanco y negro, un tiempo de cambios, al menos más allá de nuestras fronteras. En otros
países, los estudiantes tomaban las calles exigiendo un mundo mejor, los hippies adornaban con flores
sus largos cabellos, las mujeres reclamaban los mismos derechos que los hombres, los jóvenes se
manifestaban en contra de la guerra de Vietnam, las chicas usaban minifalda y biquini, los chicos
imitaban a Paul, John, George y Ringo.
Esto ocurrió en Francia, en Inglaterra, en Holanda o en Estados Unidos, pero en España las cosas
eran distintas. Había una dictadura; el viejo general Franco todavía controlaba con mano de hierro
todo cuanto sucedía en el país, dictando —era un dictador— lo que podíamos o no podíamos hacer,
ver o decir. Mientras el mundo bullía de creatividad y nuevas ideas, España dormía una larga siesta
que ya duraba treinta años y de la que parecía no ir a despertar jamás. Claro que yo, entonces, no era
muy consciente de todo aquello. En casa jamás hablábamos de política —nadie lo hacía en el país, al
menos en voz alta y sin miedo—, y creo que no me di cuenta de lo injustas que eran las cosas hasta
que Margarita me enseñó el auténtico significado de la palabra libertad.
Pero no es de política de lo que quiero hablar, sino de un fantasma, de misteriosas desapariciones,
de una tumba vacía, de viejas rencillas familiares y de un secreto largamente oculto.