Parte 4

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—¡Qué suerte tienes, cabronazo! —me espetó mi hermano nada más entrar en el cuarto.
Le miré con suspicacia. ¿Me estaba vacilando? Una de las principales ocupaciones de Alberto era
hacerme la vida imposible; sin embargo, ahora parecía sincero, como si realmente me envidiase.
—Qué suerte tienes tú —repliqué—. Te quedas en Madrid y a mí me mandan al quinto pino.
Alberto movió la cabeza de un lado a otro, como si yo fuera un caso perdido y él, un pozo de
sabiduría.
—Eres más infantil que un kilo de tebeos —masculló en tono despectivo—. ¿Por qué dice mamá
que soy demasiado mayor para vivir en casa de tía Adela?
—Y yo qué sé…
—Pues porque esa casa está llena de tías, so memo. Las hermanitas Obregón, nuestras primas.
Estuvimos hace cinco años en Santander, ¿es que no te acuerdas de ellas?
Intenté hacer memoria, pero sólo pude evocar una confusa imagen llena de trenzas, correctores
dentales y zapatos de charol.
—Eran unas crías —objeté.
—Sí, lo eran, hace cinco años. Pero han crecido, pedazo de subnormal, y ahora tienen tetas, culo
y, en fin, todo lo que hay que tener. Además, he visto fotos suyas recientes —movió las cejas dearriba abajo, con aire de complicidad—. La mayor está buenísima, para mojar pan, chaval. Y la
siguiente también está maciza. Usa gafas, pero se las quitas y parece una sueca. Incluso la que tiene
tu edad está buena. Un poco plana, pero guapa. La pequeña… Bueno, todavía es muy pequeña, pero
las otras están para comérselas. Por eso no quiere mamá que yo viva allí. Sería como meter un gallo
en un gallinero —suspiró—. Y por eso vas tú, imbécil, porque eres un crío y no sabrías ni
encontrarte la picha en una habitación oscura —se encogió de hombros—. Pero a lo mejor las pillas
en bragas. Oye, si las ves en pelotas, toma nota, chaval, que luego me lo tienes que contar con detalle.
Mi hermano vivía en permanente estado de lujuria. Era virgen, por supuesto, y tenía tanta
experiencia en asunto de mujeres como un beduino en hacer esquí de fondo. Pero estaba obsesionado
y cuatro de cada tres pensamientos los dedicaba al sexo.
—Eres un cerdo —le dije.
—Sí, un guarro —asintió él con una satisfecha sonrisa—. Y tú, un pasmao. Desde luego, Dios da
pañuelo a quien no tiene moco. Anda, chaval, vete a jugar con los Madelman.
Alberto me contempló con desdén. Luego, desentendiéndose de mí, se sentó frente a su mesa y,
tras espantar los lascivos fantasmas que rondaban por los estrechos corredores de su cerebro, volvió
a empollar su libro de matemáticas.
Yo también intenté estudiar, pero estaba distraído y no podía concentrarme. La noticia de que iba
a pasar el verano en Santander, que tanto me había horrorizado al principio, ya no se me antojaba tan
nefasta. En fin, no es que me apeteciera ir; prefería quedarme en Madrid, por supuesto, con mi
familia y mis amigos. Sin embargo, comenzaba a sentir curiosidad hacia aquellos parientes norteños a
los que apenas había visto un par de veces en mi vida y de los que tan poco sabía. En particular,
había algo que, quizá por el entusiasmo de mi hermano, me intrigaba cada vez más.
¿Quiénes y cómo eran mis primas?

Las lágrimas de ShivaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora