A primera hora de la mañana, mamá y Alberto me acompañaron a la Estación del Norte y, después
de facturar la maleta, se quedaron conmigo en el andén para hacerme compañía hasta que el tren
partiese. Mamá me entregó una bolsa con dos bocadillos para el viaje —uno de tortilla y otro de
jamón—, y acto seguido procedió a impartirme una larga retahíla de recomendaciones y advertencias.
Que fuera educado, que obedeciera a los tíos, que masticara la comida en vez de abrevar, que no me
bañara en la playa si había bandera roja, que me abrigara por las noches, que la llamara si necesitaba
algo, que me lavara los dientes todos los días…
Creo que hubiera podido seguir así durante horas y horas, de no ser porque el silbato del tren
reverberó en la estación anunciando su próxima salida. Entonces, mamá se abrazó a mí y, sin poder
reprimir unas lágrimas, me dio dos besos y me recomendó que me cuidara mucho. Luego, para mi
sorpresa, Alberto me pasó un brazo por los hombros y me llevó a un aparte. Pero no se trataba de un
gesto de cariño fraternal; eso difícilmente podía esperarse de mi hermano, como quedó claro cuando
me susurró al oído:
—Escucha, capullo, si cuando vuelvas me traes unas bragas usadas de Rosa, te doy veinte duros.
Me aparté de él y lo contemplé con franco desdén.
—Estás más salido que un mono —le dije.
Alberto sonrió de oreja a oreja.
—Sí, chaval, pero este mono paga al contado.
El silbato volvió a sonar. Subí apresuradamente al vagón y me asomé por la ventanillo justo
cuando el tren se ponía en marcha. Mamá, de pie en el andén, agitaba una mano despidiéndose de mí,
mientras que con la otra se enjugaba las lágrimas. Detrás de ella, Alberto me hacía muecas y gestos
obscenos. Yo me quedé asomado a la ventanilla, diciendo adiós con la mano, mientras sus figuras se
empequeñecían en la distancia. Luego, cuando se perdieron de vista, suspiré con un poco de tristeza
y fui en busca de mi asiento.
El viaje al Norte había comenzado.Poco cabe decir de aquel viaje. Pasé gran parte de la mañana leyendo una novela de ciencia ficción
—Universo de locos—, y el resto de tiempo lo dediqué a mirar por la ventanilla, aunque el paisaje
que se divisaba no mostraba más que una interminable sucesión de campos de cereales. De vez en
cuando distinguía, a lo lejos, pequeños pueblos de teja y ladrillo, o tractores y cosechadoras faenando
en los sembrados, pero el panorama que me acompañó durante la primera mitad del trayecto se
parecía mucho a un mar de oro suavemente agitado por un oleaje de espigas.
El tres paraba en cada estación o apeadero que encontraba en su camino, de modo que el viaje se
me hizo eterno. Poco después del mediodía, cuando más apretaba el calor, me quedé dormido