Parte 3

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potencia. La verdad es que es mi ojito derecho.
Tras decir esto, dedicó una mirada de amante al cuadro de mandos de su vehículo y giró la llave de
contacto. El motor rugió con impaciencia, mi tío conectó los limpiaparabrisas, metió la marcha y,
acto seguido, con un chirrido de neumáticos, arrancó a toda velocidad.
Por decirlo de algún modo, tío Luis conducía como un loco. Abandonamos el aparcamiento en un
suspiro, enfilamos hacia el Paseo de Pereda con un brusco derrapaje y, luego, todo fue aceleración y
vértigo. Más tarde descubrí que el mar se encontraba a mi derecha, pero entonces ni siquiera lo vi;
estaba demasiado ocupado en apretar los dientes y agarrarme al asiento. Durante el trayecto,
mientras conducía dando bruscos volantazos y súbitas frenadas para sortear el tráfico, tío Luis no
dejaba de hablar. Se interesó por la salud de mi padre y preguntó por mamá y por Alberto, pero yo
apenas pude responder con monosílabos, pues tenía un nudo en la garganta y la íntima convicción de
que nos íbamos a estrellar en cualquier momento.
Pero no nos estrellamos. Al llegar a la altura de la península de La Magdalena, giramos a la
izquierda y, como una exhalación, pusimos rumbo hacia El Sardinero, la zona residencial donde vivían
mis tíos. Afortunadamente, tío Luis redujo la velocidad al abandonar la avenida principal y adentrarse
en el dédalo de callejas estrechas que se extendía por detrás de la primera línea de playa. Aun así,
cuando llegamos a nuestro destino, detuvo el Jaguar con un brusco frenazo que me lanzó, primero,
hacia delante, y después hacia atrás.
Al bajar del coche las piernas me temblaban. La lluvia había menguado hasta convertirse en un
suave chirimiri, pero el cielo seguía cubierto y oscuro. Mientras tío Luis abría el maletero para sacar
mi equipaje, me quedé mirando la casa frente a la que nos habíamos detenido. Era un viejo edificio de
tres plantas con una pequeña torre en la parte superior. La fachada, pintada de blanco y verde,
gravitaba sobre un enorme porche sostenido por cuatro columnas cubiertas de enredaderas. En la
segunda planta, a izquierda y derecha, había dos grandes miradores acristalados. El caserón estaba
rodeado por un amplio y bien cuidado jardín, con setos de arrayán, multicolores macizos de
hortensias y tamarindos de enrevesada copa. Una valla de piedra rodeaba el terreno. En una de las
jambas del portalón de entrada había una placa de bronce con un rótulo que rezaba: «Villa
Candelaria».
—Vamos, Javier —dijo tío Luis mientras echaba a andar hacia la casa cargando con mi maleta—.
Adela estará deseando verte.
Cruzamos la cancela y recorrimos el sendero de grava que atravesaba el jardín y conducía al
porche. Así fue cómo, después de tanto tiempo, regresé a la casa de los Obregón. Tía Adela se parecía a mamá, pero era mucho más guapa que ella. Tenía el pelo rubio, los ojos
azules y un tipo fantástico, sobre todo teniendo en cuenta los cuarenta y tantos años de edad que
contaba por aquel entonces. Nuestro reencuentro siguió, puntualmente, todos los pasos establecidos
por el Manual de Urbanidad entre Parientes. Me dio dos sonoros besos, me abrazó, comentó lo
mucho que yo había crecido, insistió en lo mismo, señalando que estaba hecho todo un hombrecito,
volvió a abrazarme, me preguntó por papá, por mamá y por Alberto, me interrumpió al instante,

Las lágrimas de ShivaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora