Desperté un par de horas más tarde, con la boca seca, sintiéndome pegajoso y entumecido. Me
levanté para ir al servicio; luego, le compré al revisor un refresco y regresé a mi asiento para dar
buena cuenta de los bocadillos que me había preparado mi madre. Mientras comía, advertí que el
paisaje había cambiado por completo. En aquel momento cruzábamos una zona montañosa plagada
de bosques, muy diferente a la seca meseta de donde habíamos partido.
Pero eso sólo era un anticipo de lo que me esperaba. Una hora más tarde, conforme nos
aproximábamos a las húmedas tierras del Norte, la vegetación se fue tornando cada vez más
exuberante. Dejamos atrás las altas montañas y nos adentramos en una región salpicada de pequeños
valles tapizados de hierba, un territorio boscoso surcado por numerosos ríos y arroyos. Poco
después, comenzó a llover. Me sentí extraño. No recordaba que el Norte fuese tan verde y,
acostumbrado a la aridez de Madrid, aquella densa vegetación, semejante a una selva, se me antojaba
un paisaje del pasado, como si el tren fuera una máquina del tiempo que me condujera a la época en
que los celtas aún poblaban las costas del Cantábrico.
Finalmente, a media tarde, llegamos a la estación de Santander. Se suponía que mis tíos estarían
allí, pero lo cierto es que no había nadie esperándome, así que recuperé mi maleta y me dispuse a
aguardar. Poco a poco, el andén se fue vaciando de gente, hasta que me quedé solo. El rumor de la
lluvia contra el techo resonaba monótonamente en la estación, confundiéndose con el lejano ronroneo
del motor de una locomotora. Abrí mi novela, me senté sobre la maleta y me puse a leer.
—¡Javier! —dijo una voz al cabo de unos minutos.
Volví la cabeza y vi que un hombre se aproximaba a mí con paso rápido. Tendía unos cuarenta y
cinco años, el pelo castaño claro, peinado hacia atrás, quizá demasiado largo, y lucía un cuidado
bigote que le brindaba cierto aire de galán anticuado. Conforme caminaba, su negra gabardina ondeaba
en el aire como la capa de un superhéroe. Era tío Luis.
—Caray, muchacho, lo siento —dijo cuando llegó a mi altura—. Se me fue el santo al cielo y me
olvidé de que tenía que recogerte. ¿Llevas mucho tiempo esperando?
—No, qué va, quince minutos o así.
—Perdona, soy muy despistado. Anda, sobrino, dame un abrazo —me palmeó la espalda con
energía; luego, se apartó de mí y, manteniendo sus manos sobre mis hombros, me contempló en
silencio durante unos segundos—. Ahora debería decirte lo mucho que has crecido —prosiguió—,
pero supongo que estarás harto de esa clase de comentarios, así que no diré nada. Vamos, tengo el
coche ahí fuera. Déjame que te ayude con la maleta.
Cuando salimos de la estación llovía a raudales. Tío Luis comentó que, hasta el día anterior, había
hecho un tiempo excelente, pero no tardé en descubrir que eso era lo que siempre decían los norteños,
aunque llevaran semanas padeciendo los rigores de una galerna. No obstante, apenas presté atención
al clima local, pues al ver el coche de tío Luis me quedé con la boca abierto. Supongo que esperaba
encontrar un utilitario normalito, pero el automóvil resultó ser un deportivo. Un Jaguar E, para ser
precisos; de color negro, llantas cromadas y con un larguísimo morro que prometía un auténtico
raudal de potencia.
—Es precioso… —comenté tras acomodarme en el asiento del copiloto.
Tío Luis sonrió, satisfecho, y acarició con la yema de los dedos la madera del salpicadero.
—Sí que lo es. Se trata del modelo de 1961, el primero de la serie E. Motor de tres mil
ochocientos centímetros cúbicos, tres carburadores y doscientos sesenta y cinco caballos de