diciendo que ya hablaríamos durante la cena, volvió a admirarse de mi altura y me dio otro beso.
Luego, me presentó al resto de la familia. Aquélla tarde sólo estaban en casa Margarita, la segunda
de las hermanas, y Azucena, la más pequeña. Marga me saludó con un apretón de manos y me
contempló con cierta suspicacia, como si quisiera evaluarme antes de concederme su confianza. Era
más guapa al natural que en foto, pero las gafas que usaba la hacían parecer un poco distante, como si
aquellas lentes redondas fueran un escudo que la separara del mundo y de la gente. En cuanto a
Azucena, cuando intenté darle un beso echó a correr y se refugió tras las faldas de su madre sin decir
una palabra.
—Es muy tímida —comentó tía Adela—. Pero ya verás lo simpática que se vuelve en cuanto se
acostumbre a ti.
Tenía razón. Azucena resultó ser encantadora y muy inteligente. El único problema es que tardó
casi tres meses en acostumbrarse a mí.
—Rosa ha salido. Ya la verás esta noche —prosiguió mi tía—. Y Violeta… En fin, cualquiera
sabe dónde estará. Ésa niña siempre anda a su aire, con la cabeza metida en un libro.
—Bueno, basta de charla —la interrumpió tío Luis—. Javier debe de estar deseando descansar un
poco. Anda, sobrino, ven conmigo; te enseñaré tu dormitorio.
La segunda planta albergaba seis habitaciones y dos cuartos de baño. En el ala Norte estaban los
dormitorios de mis tíos, de Azucena y de Rosa. Mi cuarto se encontraba en el extremo opuesto,
detrás de las escaleras, entre los dormitorios de Margarita y de Violeta.
Era una habitación de unos veinte metros cuadrados, con el suelo de tarima y una ventana que
daba a la parte trasera del jardín. Había una cama de madera —muy antigua, pero con el colchón
nuevo—, una mesilla de noche, una silla, una mesa y un viejo armario que olía a lavanda y naftalina.
Cuando tío Luis me dejó solo deshice el equipaje, distribuí mis cosas en los diferentes estantes y
coloqué mis libros sobre la mesa. Luego, me tumbé en la cama y estuve un rato sin hacer nada, con la
mirada perdida en las molduras del techo.
La atmósfera olía mucho a humedad, pero no era un aroma desagradable. Por el contrario,
resultaba cálido y acogedor, como si el aire de Santander tuviera más consistencia que el de Madrid.
Contemplé los cuadros que colgaban de las paredes —una marina y dos paisajes campestres— y me
quedé escuchando el tabaleo de la lluvia. Y poco a poco, sin darme cuenta, me fui quedando dormido.
…
Unos golpes sonaron en la puerta.
—Javier —dijo una voz.
Me desperté, sobresaltado, y salté de la cama.
—¿Estás ahí, Javier? —insistió la voz.
Parpadeé varias veces para espantar el sueño y abrí la puerta. Margarita estaba al otro lado del
umbral. Dos chispas de ironía brillaban por detrás de sus gafas.
—¿Estabas dormido? —preguntó.
—No… Sí, creo que sí… ¿Qué hora es?
—Las ocho y media.
¡Había dormido casi dos horas! La verdad es que llevaba todo el día aplastando oreja.
—Dentro de una hora estará la cena —continuó Marga—. ¿Quieres que antes te enseñe la casa?
Le dije que sí, pero lo primero que hice fue ir al cuarto de baño para echarme un poco de agua en