la cara, pues aún me sentía un poco amodorrado. Luego regresé junto a Margarita, que me esperaba al
lado de la escalera, y comenzó la visita turística.
—Arriba está la buhardilla y el torreón —dijo ella—, pero hay poca luz y mucho polvo, así que
ya lo verás otro día. En esta planta están los dormitorios. Ése es el mío; el de enfrente, el de Violeta;
y ahí delante están el de Rosa, el de Azucena y el de mis padres. Ven, te enseñaré la planta baja.
El edificio era más antiguo de lo que me había parecido al principio. Tenía los techos muy altos,
los suelos de tarima y por doquier había viejas pinturas y antigüedades de toda clase.
—La casa se construyó a principios del siglo diecinueve —me informó Margarita mientras
bajábamos la escalera—, cuando los Obregón todavía formábamos parte de la plutocracia local.
Algunos de los trastos que estás viendo tienen más de siglo y medio de antigüedad.
Por aquel entonces no conocía el significado de la palabra plutocracia. Más tarde consulté el
diccionario y averigüé que significa el gobierno de los más ricos. También descubrí que Margarita era
comunista, o algo parecido.
El vestíbulo, muy amplio, estaba adornado con panoplias, escudos, un ajado tapiz e incluso una
armadura un tanto herrumbrosa.
—Ésa escalera conduce al sótano —señaló Margarita—. Ahí tiene papá su taller. Se pasa el día
construyendo chismes raros, así que procura no molestarle.
A la derecha, según se entraba desde el porche, una puerta daba acceso al comedor. Era una
habitación espaciosa, con un amplio ventanal y una inmensa mesa de roble sobre la que pendía una
araña de cristal. Al fondo, otra puerta conducía a la cocina y a la zona de servicio. En el ala Éste se
encontraban las dos habitaciones más grandes de la casa: la sala de estar y la biblioteca.
El salón, como todo en Villa Candelaria, parecía más un viejo museo que una vivienda. Los
muebles, según margarita, eran de estilo Imperio, y de las paredes colgaban decenas de cuadros
pintados al óleo, casi todos ellos paisajes y bodegones, aunque también distinguí algún que otro
retrato. Había una enorme chimenea de alabastro y tres grandes ventanales a cuyo través podía verse
el jardín. En conjunto, aquella casa parecía rica y lujosa, pero se trataba de un lujo antiguo, no
renovado con el paso de los años, un lujo que hablaba más del esplendor de otros tiempos que de la
actual situación de la familia. Creo que fue entonces cuando comprendí con precisión lo que era la
decadencia.
Pero la mayor sorpresa me aguardaba en la última estancia que visité: la biblioteca. Era tan grande
como el salón, pero los únicos muebles que allí había eran un escritorio, una silla un sillón de lectura.
Tres de las cuatro paredes estaban cubiertas hasta el techo por una inmensa librería de cerezo, en
cuyos estantes descansaban miles y miles de polvorientos libros antiguos. En la cuarta pared había
un mirador de madera y cristales coloreados, una chimenea y un montón de cuadros, esta vez, todos
ellos retratos.
—Aquí tienes la galería de nuestros antepasados —dijo Margarita, señalando con un ademán la
pequeña pinacoteca—. Mira, éste es Juan Nepomuceno Obregón. Fue el tipo que, durante el siglo
dieciocho, amasó la fortuna de la familia. Era un pirata de mucho cuidado; deberían haber ahorcado,
pero en vez de eso le nombraron Hijo Predilecto de la ciudad —suspiró con resignación y agregó:—
Así es la justicia de los burgueses.
El cuadro que señalaba Margarita mostraba el busto de un cincuentón de rostro redondo,
mostacho y perilla, vestido con una levita negra en la que destacaba un cuello de encaje que el pintor