Parte 8

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hora deambulamos perezosamente por las calles, sin hacer nada en particular ni hablar mucho. Por
algún motivo —quizás a causa de nuestra próxima separación—, nos mostrábamos taciturnos y
desanimados, y al final acabamos sentados en un banco, discutiendo cuáles eran los mejores tebeos.
El hombre enmascarado, Asterix o Flash Gordon. José Mari abogaba también por Mortadelo y
Filemón, pero yo zanjé el debate declarando que las mejores historietas de todos los tiempos eran,
sin lugar a dudas, Las aventuras de Tintín. Todos convenimos que ésa era la Verdad Absoluta y, acto
seguido, nos sumimos en un prolongado silencio.
Al cabo de cinco largos minutos, Tito tuvo una insólita idea: celebrar una carrera de chapas. No
jugábamos a las chapas desde que éramos unos críos, pero, de pronto, aquello nos pareció el mejor
plan posible. Así que, con un trozo de yeso, dibujamos sobre la acera un intrincado circuito y
pasamos la siguiente hora intentando conseguir que nuestras chapas de Coca-Cola fueran las primeras
en cruzar la línea de meta.
Entonces ocurrió algo extraño. Fue como si, de pronto, volviéramos a la niñez. El abatimiento se
disolvió en un estallido de alegría y dedicamos el resto de la tarde a hacer las mismas cosas que
hacíamos cuando teníamos once o doce años. Jugamos a pídola, trepamos por andamios, fuimos
perseguidos por airados porteros, celebramos un partido de fútbol con una lata e, incluso,
practicamos el tiro de piedras entre los escombros de un solar.
Creo que fue la última vez que disfruté de la vida como un niño, sin preocupaciones y con total
inocencia. Más adelante, cuando, después del verano, Tito, José Mari y yo volvimos a reunirnos, las
cosas fueron muy distintas. Tanto ellos como yo habíamos crecido por dentro y nuestros intereses
estaban cada vez más alejados de lo que nos divertía cuando éramos niños. Hubo otros muchos
buenos momentos, por supuesto, pero ninguno fue tan radiante, tan jubiloso y pletórico, como
aquella tarde que pasamos juntos, jugando a ser pequeños otra vez.
A las diez de la noche, tras despedirme de mis amigos —con esa tosquedad que empleamos los
hombres cuando nos ponemos sentimentales y no queremos que se nos note—, regresé a casa. Mamá
ya me había hecho el equipaje, así que me limité a meter en la maleta un par de docenas de libros.
Eran todos de ciencia ficción, mi género favorito. Escogí novelas de Isaac Asimov, de Arthur C.
Clarke, de Robert Heinlein, de Clifford F. Simak o de Fredric Brown, y, mientras lo hacía, pensaba
que aquellas lecturas no podían ser más adecuadas, pues, en cierto modo, aquel verano sería un
verano de ciencia ficción. En julio de 1969, el hombre llegaría a la Luna.
Me fui a la cama poco después de cenar. Estaba cansado, pero tardé mucho en conciliar el sueño.
Me sentía inquieto y notaba una especie de vacío en el estómago. Era como si me hubiesen robado
algo y, al mismo tiempo, un regalo extraordinario estuviera esperándome en algún incierto recodo de
mi futuro

 Era como si me hubiesen robado
algo y, al mismo tiempo, un regalo extraordinario estuviera esperándome en algún incierto recodo de
mi futuro

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Las lágrimas de ShivaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora