Los exámenes me revolvían las tripas. Lo digo en serio: me descomponía, me entraba diarrea.
Invariablemente, antes de comenzar un examen tenía que ir al servicio y, luego, pasaba el resto del día
con mal cuerpo. Afortunadamente, la época de exámenes quedó atrás y entramos en ese limbo
extraño que eran los días inmediatamente anteriores al final de curso. Todos, profesores y alumnos,
queríamos irnos de allí, nadie hacía nada, pero alguna sádica norma ministerial nos obligaba a
permanecer mano sobre mano, sumidos en el tedio de aquellas aulas sombrías.
Aproveché esas horas muertas para reflexionar. No lo hacía sobre nada en concreto; pensaba en
mi padre, en el verano, en Santander… y en las chicas. Las mujeres eran para mí un enigma, una
especie de acertijo que, por mucho que lo intentaba, no lograba desentrañar. En aquella época, los
centros de enseñanza no eran mixtos. Había colegios masculinos y colegios femeninos, de modo que
rara vez nos relacionábamos con personas de nuestra misma edad, pero de diferente sexo. Hasta hacía
poco, las chicas no me habían interesado lo más mínimo. Ni les gustaba el fútbol, ni sabían tirar
piedras, ni orinaban de pie; así que, a mi modo de ver, eran unos seres raros y aburridos.
Sin embargo, poco a poco había ido cambiando de parecer, y las chicas comenzaron a interesarme;
primero de forma vaga, con sorprendente intensidad después. Incluso llegué a preocuparme,temiendo que, con los años, pudiera convertirme en un cretino hiperhormonado como mi hermano,
aunque en el fondo de mi ser albergaba la certeza de que nunca llegaría a caer tan bajo.
El problema era que no sabía cómo comportarme con las chicas… No, ése no era el auténtico
problema. Si quiero ser sincero, debo reconocer que las chicas me daban miedo. Cada vez que estaba
delante de alguna muchacha de mi edad sudaba frío, se me secaba la boca y, lamento decirlo, me
descomponía. Era como pasar un examen.
Y ahora, de repente, iba a vivir en una casa llena de mujeres.
Lo curioso del asunto es que aquella idea, aunque todavía me desconcertaba un poco, se me
antojaba cada vez más excitante. No me refiero a excitante en el sentido de los eróticos delirios de mi
hermano; se trataba más bien de la clase de expectación que sentimos hacia lo desconocido, como
cuando comenzaba a leer una novela de ciencia ficción y la promesa de un universo de maravillas se
abría ante mí.
Finalmente, el limbo se disolvió en la nada de donde había surgido y llegó el fin de curso. Lo
aprobé todo y con buenas notas. Mamá se sintió tan orgullosa de mí que llamó por teléfono a papá
para contarle lo listo que era su hijo. Yo también hablé con él, y escuché a través de la línea sus
felicitaciones, y sentí muchas ganas de abrazarle y darle un beso, quizá porque estaba lejos y hacía
mucho que no le veía; pero puede que también fuera porque, desde que yo me consideraba mayor,
había dejado de besarle. Es extraño: ¿por qué conforme crecemos, a los hombres nos avergüenza más
y más mostrar nuestros sentimientos? Porque somos idiotas, supongo.
Aquélla tarde me quedé en casa. Alberto, que también había aprobado, se fue a celebrarlo con sus
amigos; pero yo me sentía, no sé, raro, melancólico, y no me apetecía salir. Después de comer, estuve
un rato leyendo, hasta que, a eso de las cinco y media, me dirigí al salón. Allí estaba mamá, sentada
en su butaca familiar, zurciendo unos calcetines de Alberto. La persiana estaba echada, pero el sol se
colaba por las rendijas en forma de hileras de luz y dibujaba sobre el parqué una sucesión de
resplandecientes líneas paralelas. En la radio que estaba sobre el aparador sonaba Lola, de los
Brincos. Me senté en el sofá y estuve un rato escuchando la canción mientras veía a mamá coser.
—Ya te he comprado el billete de tren —dijo ella, de repente, sin apartar la mirada del hijo y la
aguja—. Saldrás para Santander el próximo viernes.
—Vale —contesté.
Supongo que mamá esperaba alguna resistencia por mi parte, pues me miró de soslayo y
preguntó:
—¿Te pasa algo?
—No, estoy bien —hice una larga pausa y agregué—: ¿Cómo es tía Adela?
—Estuvimos en su casa hace unos años, ¿no te acuerdas?
Sacudí la cabeza.
—Lo único que recuerdo es que era muy guapa.
—Y lo sigue siendo —mamá arqueó una ceja—. Cuando éramos jovencitas, ella se llevaba a los
chicos de calle. Era desesperante; mi hermana mayor me quitaba todos los novios.
—¿Os llevabais mal?
—De jóvenes, sí; supongo que la envidiaba. Luego, aprendimos a respetarnos y todo fue mejor
entre nosotras.
—Pero no os veis mucho.