CAPÍTULO 2: 1932

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Llegué a mi solitario departamento sintiéndome un completo estúpido, me tragué el palabrerío de aquella Hippie descarriada y ahora no sabía lo que debía hacer. Si algo tenía claro era que nunca me sentí enamorado, no tenía cómo explicar lo que era el verdadero amor.

¿Acaso había algo mal en mí? ¿Era probable que la abogada cupido me estuviera diciendo la verdad?

No, eso debía ser una mentira, una burla de alguien que muy probablemente ingería drogas. Además, ¿cómo se suponía que funcionaba el tonto reloj? Ella no me explicó nada, se limitó a cuestionar mis decisiones.

Dejé de lado la bonita reliquia, retiré el saco y fui directo a la mesita del bar donde reposaba mi whisky, hasta ese punto, era lo único que podría calmarme los nervios que se manifestaban en mis torpes movimientos. Algo que nunca sentí, puesto que la mayor parte del tiempo, las cosas me salían bien. Sin el mayor esfuerzo, lo que tocaba se convertía en oro, pero ¿qué había de mi matrimonio? ¿Y Qué de los fracasos que padecí en todas mis relaciones? Eso incluía el inexistente apego con mis padres y hermanos, a quienes no veía desde hace varios años.

Vacié el vaso de un trago en un intento por controlarme, ante la creencia de mi locura. Era obvio que la demencia estaba haciendo de las suyas con cada palabra que recordaba de la extraña mujer.

Volví a servir el licor, pero esta vez no lo bebí de una, sino que lo hice en sorbos, mientras caminaba hacia el reloj de madera que atraía mi atención. Me dejé caer en el sofá justo al frente del artefacto, coloqué a un lado el vaso y estando a punto de tomar la reliquia, el teléfono sonó.

Fue confuso, porque el timbre me permitió salir del trance en el que me sumergí, uno donde ese reloj y yo estábamos conectados. Localicé el celular en el interior del saco y vi brillar el nombre de Sam en la pantalla. Solía ignorar sus llamadas la mayor parte del tiempo ; sin embargo, algo me decía que ella me necesitaba.

—¿Qué sucede? —pregunté con el aparato en la oreja, al tiempo que tallaba mi rostro con la mano libre y echaba el cuerpo hacia atrás.

—Frida dijo que te llevaste mi bolso —escuché detrás de la bocina con la ternura que siempre había en su voz. Nunca reclamos, nunca odio, sólo dulzura.

Lo había olvidado, aún tenía las pertenencias de Sam conmigo.

—Oh, sí, lo siento, lo dejaste y supuse que no querrías perderlo.

—¿Podrías enviarlo con un repartidor? —preguntó dudosa.

—No será necesario. Yo te lo llevaré más tarde —emití casi al instante con el entrecejo hundido.

Ese bolso costó más de dos mil dólares, ¿y ella quería que lo enviara con un repartidor? Sin mencionar la cantidad de tarjetas que seguro guardaba en el interior. Cualquiera pensaría que era una excusa para verla, aunque no era así, protegía mis bienes.

Mi manera de amarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora