CAPÍTULO 1: EL RELOJ

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Acomodé la corbata poco antes de ingresar a la enorme sala donde fuimos citados para iniciar los planes de divorcio

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Acomodé la corbata poco antes de ingresar a la enorme sala donde fuimos citados para iniciar los planes de divorcio. Se trataba de la primera conciliación para la repartición de bienes, pero aun así estaba deseoso, casi al borde del desespero.

Mi libertad se encontraba a unas cuantas reuniones y firmas, no esperaba que aquello se alargara demasiado.

Vi mi reflejo en la puerta de cristal previa a la que debía tocar. Lucía inmaculado, el costoso traje gris perfectamente planchado que Samanta recogió de la tintorería, los zapatos estaban lustrados, tan brillantes que casi podía ver mi rostro en ellos, y por supuesto, mi semblante no era otro que el de un hombre feliz. Uno dichoso y libre.

Observé el reloj de muñeca, notando que mi llegada fue a tiempo para la reunión. Pese a ello, sospecho que Samanta ya estaría adentro con los abogados, ella es puntual en exceso, le gusta estar diez minutos antes de cualquier cita, así fuera nuestro divorcio.

Toqué la puerta con fuerza, y de inmediato escuché la voz de mi abogado dándome el paso.

Al instante, sonreí por dentro, porque por fuera debía mostrar, al menos, un poco de tristeza por los seis años de matrimonio que acabaron en nada.

El abogado regordete estrechó su mano con la mía, enseguida me señaló el asiento que ocuparía, justo a la cabecera de la mesa; sin embargo, no contaba con que mi principal visión fuera Samanta sentada del otro extremo, con los labios pintados de carmesí y vestida toda de negro para el funeral de nuestra relación. Me obsesionaban sus labios rojos y el exquisito perfume que usaba ese día, pero no caería en sus trampas. Yo solo ansiaba el divorcio.

—¿Todo listo, señor Harris? —preguntó mi abogado, sin alejar su mirada de mí.

Ciertamente, mi atención estaba en ella, su belleza nunca fue mi problema, tampoco su carácter. Nada tuvo que ver su muy notable educación y esfuerzo para todo lo que hacía. En realidad, no tenía claro cuál era la razón de mi divorcio. Era suficiente saber que no la amaba.

Samanta conectó sus ojos oscuros con los míos y de inmediato tuve que desviar la mirada, fingiéndome interesado en el enorme ventanal que iluminaba la mesa de cristal con los fríos asientos en color plata.

El abogado tosió para llamar mi atención y yo volví el rostro para hacerle saber que lo escuché la primera vez.

—Lo siento, la vista es hermosa —me excusé con una falsa sonrisa.

—Lo es —declaró Andrew, mi abogado, con la atención en Sam.

Aguardaban otras personas cuyos nombres desconocía, todos con la insignia de separarnos. Por otro lado, a mi derecha permanecía la abogada de Samanta, una mujer muy extraña y vieja, puesto que tenía algunas canas a la vista, ni siquiera se molestó en peinar su cabello, la vestimenta me decía que era una hippie en lugar de una famosa abogada de divorcios. Al menos, así fue como me la describió Andrew.

Mi manera de amarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora