Alma en libertad

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Las blancas pestañas del albino comenzaron a revolotear sobre sus preciosos ojos azules, pues el sonido de la fuerte ventisca golpeando las ventanas de su habitación le hizo despertar.

Tras volver en sí, finalmente se puso de pie, caminando hacia el balcón de la recámara, abriendo de par en par el ventanal, caminando hacia el barandal, recargando sus largos brazos sobre el.

La cantidad de niebla abismal en el exterior hacia que se le dificultara un poco ver más allá del horizonte y perderse entre los colores verdes de la naturaleza, bajo sus propios pensamientos. ¿De verdad anoche había visto a Suguru Getō? ¿O nuevamente era preso de sus sueños ficticios con el susodicho?

A pesar del gélido infernal que procedía del exterior, el peli-blanco todavía podía sentir el calor del fino tacto del azabache acariciando su piel, haciéndole sentir en completa calma.

En su cabeza, quizás aquel mundo que en su fantasía creaba no era tan absurdo como creía.

Sonrío en dirección al cielo, sus sonrojadas mejillas causadas por el frío tal vez tenían un poco de vergüenza impregnada, actuando como un tonto enamorado. Sabía que el Satoru del pasado había soñado por una oportunidad como ésta, una oportunidad que el Satoru actual no desaprovecharía.

Una mañana como esa ameritaba un delicioso chocolate caliente, algo que las pequeñas de Suguru adoraban con su vida, adicionado a los postres que solía prepararles con poca regularidad, ya que conseguían recordarle al oji-azul, aprendiendo en el pasado a honearlos para él más que para sí mismo.

Entusiasmadas por el desayuno de hoy, las niñas bajaron al comedor aún en pijama y con el cabello bastante enredado, cosa que hizo sonreír al mayor.

Las notables ojeras por debajo de sus ojos denotaban lo poco que había dormido anoche, además de estar pensando en su encuentro con el albino, su cabeza daba vueltas y vueltas en la misma situación, sus hijas. Quizás Gojō tenía razón y debía dejar de atormentarse siempre por lo mismo, pero de igual manera era complicado saber que durante sus últimos años de relación con la rubia, sus niñas se habían visto envueltas en cada una de las disputas, y que a pesar de todo, seguían manteniendo aquella sonrisa que tanto las caracterizaba.

Mimiko postró su delicada mano sobre la de su padre, haciéndolo salir de sus pensamientos, mirando a las niñas frente a él, ambas igual de sonrientes. Acarició con delicadeza sus revoltosos cabellos y dió un pequeño sorbo al chocolate caliente.

- ¿Qué sucede, padre? - preguntó la de cabello castaño oscuro, mirándole con cierta curiosidad.

A pesar de ser un hombre un tanto inexpresivo, sus ojos eran un punto clave para reflejar los pensamientos de su alma.

Por un instante, su mente recordó la conversación que anoche había tenido con Satoru.

"A pesar de ser tan sólo unos mocosos, son capaces de escuchar testimonios y dar los suyos, de darles al igual que nosotros la misma importancia y calidez".

Maldito albino, Suguru jamás tuvo las agallas suficientes como para maldecirlo o condenarlo, su cabeza quería odiarlo, pero su alma se negaba a siquiera pensarlo.

En su cabeza, el peli-blanco inmaduro que alguna vez conoció se veía ilustrado frente a él, llorando desconsolado por otra oportunidad, de rodillas, desnudando por completo su alma, aquella vulnerabilidad que tenía tan escondida en las profundidades de su ser.

Aquel bello tacto de luz le comunicaba a ese Satoru que todo finalmente quedaba expiado, sus pequeños ojos marrones podían apreciar una nueva versión de él, capaz de incluso aconsejarlo, ser humano, libre y vulnerable.

Nuevamente llevó ambas manos al cabello de las niñas, acariciándoles con dulzura, al parecer sus recuerdos con el albino habían depositado en él las fuerzas suficientes para de una vez por todas entablar una conversación con sus hijas, mostrando su vulnerabilidad frente a ellas, mostrándose tal cuál era, Suguru Getō, un individuo que antes de ser padre, era humano.

- He estado pensando últimamente en todas las discusiones en las que se vieron envueltas últimamente, no soy tonto, he notado las veces que han llorado por mi culpa, por eso y muchas otras cosas más, quería disculparme con ustedes, no he sido el padre que ustedes merecen.

Las hermanas Hasaba se miraron entre ellas un tanto apenadas. Conocían el tipo de hombre que era Suguru desde que eran tan sólo unas infantes, el simple hecho de haberlas rescatado de aquel infierno de casa hogar lo convertía en un verdadero hombre ejemplar para ellas, visualizando en él el mejor padre habido y por haber.

No podían juzgarlo después de todo lo que Suguru había hecho por ellas, un error era de humanos y más aparte sabiendo que nada de lo ocurrido había sido con la intención de involucrarlas, sobre todo tratándose de él, un hombre sumamente neutro, les era imposible pensar siquiera en molestarse un poco con su padre.

- No pidas disculpas padre, prometimos estar a tu lado siempre, aún no hayas querido involucrarnos, seguramente hubiéramos velado por tu bien de igual forma. - Ésta vez habló Nanako, quién caminó hasta el sofá en busca de una mantita caliente, con la cuál envolvió la espalda del azabache.

- La tempestad ha pasado, y a pesar de tomar distintos caminos, nosotros permanecemos juntos, como siempre, como la hermosa familia que somos. - expresó Mimiko, complementando a su hermana.

Al igual que Gojō, a pesar de no tener como tal algún tipo de lazo sanguíneo, aquella conexión que había conseguido crear con las gemelas era algo indescriptible, fungieron una parte importante de aquella luz que le hizo resplandecer en los momentos en dónde sentía que se ahogaba.

Suspiró con profundidad, quizás todo lo que había pasado en su vida hasta ahora lo había planeado el destino o el universo, y ahora más que nunca debía continuar por aquel sendero de vida y únicamente existir, con el fin de admirar y esperar con ansias aquello que próximamente le depararía.

Después de todo, junto a sus adoradas hijas, quizás Gojō Satoru sí era su destino.

...

𝐓𝐞𝐬𝐭𝐢𝐦𝐨𝐧𝐢𝐨 𝐝𝐞 𝐚𝐦𝐨𝐫 - 𝖲𝖺𝗍𝗈𝗌𝗎𝗀𝗎.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora