IX - Aquello que nunca comprendí

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No estoy seguro de cuándo se pusieron de acuerdo Samuel y las chicas —vale decir, únicamente Tomomi y Haruna— para pasar el día en el hospital con él; tampoco está claro cómo hizo para convencerlas, puesto que sacrificar un día entero en el pabellón de internamiento del área de psiquiatría, no podía tener nada de interesante. Asimismo, resulta improbable que ellas manifestaran algún interés en todas las variedades de benzodiacepinas existentes, en la diferencia entre trastorno disociativo de la personalidad y la esquizofrenia, o en la relativa futilidad del discurso científico sobre la salud mental. A no ser que discutir acerca de la dudosa credibilidad de la psiquiatría como ciencia, así como de la existencia de nuevas, redescubiertas o rebautizadas enfermedades mentales forme parte de la cultura general de la mujer japonesa promedio. O bien, el olfato y la intuición de Samuel, puestos al servicio de su ambición, lo llevaron a encontrar en en ellas dos, y en mí por extensión, a los perfectos confidentes, como no directamente cómplices, para cumplir con la calculada venganza contra algo de lo que acaso ni siquiera él fuera consciente. En cualquier caso, Samuel me comunicó la decisión de las chicas un día antes, por si me interesaba darme una vuelta por allá, insinuando que tal vez algo pudiera ocurrir entre los cuatro.

De modo que al día siguiente trepé en las primeras horas de la madrugada, avanzando semi dormido en la niebla que preludiaba el inicio de la época de lluvias, estuve apostado frente a la entrada del hospital, fumando y bostezando, alternados, en lo que esperaba la llegada prometida de las chicas o la aparición arbitraria de Samuel; él, enemigo jurado de las rutinas y los reglamentos, que hubiera preferido perder el empleo a ser obligado a cumplir. Hambriento, insomne y desconcertado, pero firme en la resolución de dejarme sorprender, recargué mi peso contra un poste de luz mientras contaba los minutos.

Ignoro cuánto tiempo habré esperado hasta que al fin, coincidiendo con los primeros indicios del amanecer, se me ocurrió entrar al hospital, ir dirigirme al área de psiquiatría y preguntar por el doctor Samuel. Es indudable que había dejado avisados de antemano a los enfermeros de turno sobre mi llegada, puesto que me permitieron el paso sin cuestionar nada, casi como si me hubieran estado esperando; también es cierto que hacía años que Samuel estaba haciendo méritos con el director del área de psiquiatría, por lo que a estas alturas podía darse el lujo de trasgredir varios puntos del reglamento, y que ésa no era la primera vez que yo venía de visita.

De todas formas, me reuní con ellos en la diminuta sala que fungía alternativamente como oficina y dormitorio de los médicos residentes.

—Buenas —me saludó Samuel y de inmediato me pasó un vaso de café tibio. Después señaló a las chicas—. ¿Qué tal? Tuve que conseguirles batas y filipinas para hacerlas pasar por practicantes, si no el mono en la entrada no las dejaría pasar por más que le dije que tenía permiso del dire.

—Ni modo, la gente es bruta —contesté dando un sorbo al café.

Soñolientas, curiosas, prevenidas ante cualquier desengaño, Haruna y Tomomi compartían sus primeras impresiones de la mañana entre sorbos a sus respectivos vasos de plástico y ocasionales hojeadas distraídas a los papeles desparramados sobre la mesa, las dos ataviadas con un atuendo clínico que yo dudaba mucho que sirviera como disfraz, me daba por pensar que más bien había un capricho, un juego, un modo de asimilar el ambiente novedoso en que estaban insertas, así como la locura de quienes lo conformaban; Haruna y sus ojos maternales invocando años de paciencia y comprensión, Tomomi y su inocencia contagiosa, imposible.

—Ponete cómodo, ahora iré a revisar a los internados y luego vemos qué hacemos —invitó Samuel.

Me acomodé una silla frente a ellas, separados por la vieja mesa metálica. Alguna vez había tenido un color elegante, ahora exhibía manchas de óxidos en los bordes y la pintura se desprendía a poco que se la raspara. Sobre ella, entre los vasos de café y un cenicero dispuestos estratégicamente, casi diría alevosamente, frente a mí, varios papeles daban cuenta de los diagnósticos, tentativos o definitivos, de los treinta y tantos pacientes internados, los medicamentos recetados para cada uno, las dosis y, al margen o en el reverso de las hojas, las apreciaciones de Samuel sobre la magnitud de sus delirios y la imposibilidad de su curación. En algunos también se adjuntaba un rústico contador con palitos, precedido por la sigla "I.F.D.A.L", que poco después supe que significaban "intentos fallidos de autolesión". Aparte de eso, un volumen desgastado de La interpretación de los sueños de Freud, una libreta con apuntes garabateados en la infame, incomprensible letra de doctor, y un mate a medio tomar eran lo que había para entretenerse. Me arrepentí casi de inmediato de haber venido, sabía que el día sería muy largo y que ya no podía echarme atrás.

Los desconocidos perfectosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora