Capítulo dos.

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Nuestra mesa solo contaba con espacio para cuatro, así que decidimos comer en el salón, donde sí que cabíamos todos

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Nuestra mesa solo contaba con espacio para cuatro, así que decidimos comer en el salón, donde sí que cabíamos todos.

Al final solo seríamos nosotros cinco, Alejandro había dicho, muy educadamente, que no podía dejar solos a sus primos o terminarían quemando la casa.

—Que bien huele.—comentó Brandon, bajando las escaleras.

Se sentó a mi lado con una sonrisa, la cual se esfumó al ver mi plato. La Tía Carmen había preparado la salsa con condimentos, además de haber llenado los espaguetis de mucho queso y jamón. Yo, como buena sobrina, no comenté nada, a fin de cuentas, ella no me conocía tan bien como para saber mis gustos, a diferencia de Brandon.

Me arrebató el plato de las manos y lo dejó en la mesa, luego murmuró algo de ir a arreglar la salsa y salió pitando hacia la cocina.

El mejor hermano del mundo al rescate.

—¿Como te va en la pizzería, querida?.—preguntó La Tía Carmen, llenando el silencio e ignorando el abandonado plato de la mesa.

—Pues.....normal, supongo. Nada interesante que contar.

—Me imagino.—se quedó en silencio unos segundos—¿Y los chicos?.

—¿Qué quieres decir?.—uní mis cejas.

—No te hagas la tonta, me refiero a que sí hay algún chico por ahí. Ya sabes, algún noviecito.

No tenía noviecito desde los dieciséis.

—Por dios, Tía.—negué, sonrojándome.

—¿Y que hay del nuevo vecino? Es guapo, y agradable.

Iba a responder, pero mi hermano llegó con un plato de espaguetis nuevo. Justo como me gustaba.

El queso estaba sustituido por mucha leche en polvo y la salsa no tenía condimentos, era simplemente, salsa de tomate.—no me juzguen, de seguro ustedes se han metido cosas peores en la boca—Me entregó el recipiente, guiñándome un ojo.

—Tía, deja de buscarle novios a la niña. Y menos Alejandro, por dios, es muy mayor.—se quejó, tomando el plato antes ignorado para comenzar a comer.

—Tiene tu edad.—replicó la Tía Carmen.

—Pues eso, hace tiempo acepté que soy un viejo atractivo.

—Brandon, tienes veintidós años.

—En fin, Ale no puede tener pareja hasta los cuarenta.

—¿Hola? Sigo aquí.—moví las manos en el aire, de igual forma, siguieron ignorándome olímpicamente, toda la noche.

Me sentí como el pobre plato de espaguetis.
                                      
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A la mañana siguiente, no fue la alarma del teléfono lo que me despertó, si no el insoportable llanto de Marquitos.

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