1. ʟᴀʙɪᴏꜱ ʀᴏᴊᴏꜱ

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La ligera brisa que corre por las calles de Granada es notablemente fría. Ambas vamos encogidas y autoabrazándonos para intentar darnos calor, pues llevamos vestidos bastante cortos que sirven para temperaturas más cálidas. Una nunca se espera tener que salir a la calle a las cuatro de la madrugada para ir a comisaría. Llevamos un rato andando en silencio, ya que Ruslana odia hablar en situaciones como esta, llenas de nervios, tristeza y enfado. Prefiero mantenerme al margen para evitar malas contestaciones por su parte. Al llegar al establecimiento, vemos desde fuera que las luces están encendidas, así que está abierto.

—¿Entramos? —pregunto mirando desde fuera el mostrador vacío.

—Claro —responde con un tono serio, y la miro. Ella tiene la mirada perdida y solloza de vez en cuando. Que te roben un móvil debe de ser horrible.

Abro la puerta de la comisaría y dejo que pase ella primera. Al entrar, el ambiente frío del exterior se vuelve cálido gracias a la calefacción. Ambas nos acercamos al mostrador y nos apoyamos en la madera; hemos caminado más de media hora y estamos muy cansadas. Esperamos unos minutos en silencio, sin que aparezca nadie. Durante esta cúpula de silencio que nos envuelve, ambas nos percatamos de que hay una especie de campanita encima del mostrador en el que estamos apoyadas, así que, sin pensarlo, le doy dos toques para que suene.

—¡Voy! —dice una voz femenina desde algún lugar del interior. Seguido de esto escuchamos algunos golpes y, finalmente, pasos aproximándose. Una puerta se abre y de ahí sale una mujer bastante joven como para ser policía; tendrá unos 24 años. Su pelo es de color naranja y lo lleva recogido en un moño bajo, por lo que no puedo identificar qué tan largo lo tiene. Sus ojos son marrones y están perfectamente delineados, su nariz es pequeña y sus labios carnosos están pintados con un tono rojo precioso. Su piel parece de porcelana de lo lisa que es, y su uniforme parece hecho a medida para ella, ya que resalta a la perfección sus curvas. Sencillamente, es una mujer físicamente perfecta. La primera persona a la que mira es a mí, y mientras se acerca al mostrador no deja de hacerlo. Me cuesta tragar saliva por los nervios y acabo agachando la cabeza con el corazón algo acelerado.

—Buenas, chicas, ¿qué sucede? —dice con un acento granadino perfecto, cosa que ni Ruslana ni yo tenemos, pues yo nací en Valencia y ella ha crecido en Tenerife.

—Me han robado el móvil en una fiesta.

—No me digas —responde con un tono comprensivo—. Descríbeme todo lo que ha pasado, cielo.

Mi amiga le explica todo lo que sabe y recuerda, que son pocas cosas, pues no tiene detalles de la persona que ha podido hacerlo. Ella ni siquiera ha notado cuando su teléfono ha empezado a faltar en su bolso. La policía pone la denuncia sin mucha esperanza, lo noto por la forma en que se mueve. La conozco muy bien, tanto que puedo identificar cómo se siente con solo un movimiento.

—Ahora necesito un número de teléfono para llamar por si llega a aparecer o por cualquier otra cosa.

Ruslana me mira y, por lo tanto, la policía también. Yo estoy embobada mirándola, y no me doy cuenta de lo que sucede hasta que mi amiga me da un leve codazo. Me doy cuenta de la situación y siento cómo el calor sube a mis mejillas. Genial, Valeria, acabas de hacer el ridículo. Saco mi móvil de mi bolso y entro en WhatsApp para poder decir mi número de teléfono, pues no me lo sé de memoria. Le digo número a número y ella lo va apuntando.

—¿Nombre?

—Valeria Sáenz Roda.

Ella lo apunta en el mismo papel donde ha escrito mi número.

—Pues perfecto, llamaremos a tu amiga si llega alguna información. —se dirige a Ruslana y ella solo asiente y camina hacia la puerta. Miro por última vez a la policía, y ella hace lo mismo. No me sonríe ni nada, me mira como si quisiera encontrar algo en mis ojos. Finalmente, me doy la vuelta y antes de salir del local me despido.

—Gracias, buenas noches.

—Buenas noches —responde ella con voz suave, y salimos al frío de nuevo.

Mi amiga saca un paquete de tabaco del bolso y posa un cigarro en sus labios. Las manos le tiemblan levemente, tal vez por el frío o por la ansiedad que debe estar sintiendo.

—¿Quieres uno? —me acerca la cajetilla, y saco un cigarro del interior. No suelo fumar, pero ahora me apetece.— Vamos a dormir, o no sé —asiento y empieza a andar, así que la sigo. Hoy me quedo a dormir en su habitación de la residencia, pues mi campus está muy lejos de esta parte de Granada. Enciendo el cigarro con dificultad por el aire que hace, pero después de varios intentos logro darle una calada, haciendo que empiece a toser casi al instante. Hacía mucho que no fumaba. Ruslana me mira y sonríe.

—¿Todavía no sabes cómo se fuma?

—¡Sí que sé! —respondo y suelta una carcajada.

—¿Qué te ha pasado ahí dentro? —aparta la mirada de mí y le da una calada a su cigarro.

—¿Cómo? —digo confundida.

—En la comisaría. Tú y la poli esa.

—Nada.

—Bueno —responde—. Llegamos a estar ahí dos minutos más y le comes la boca.

—¿¡Qué!? —digo sorprendida y río—. No digas tonterías, Rus.

—Yo hablo en base a lo que he visto —se encoge de hombros.

—Pues ponte gafas —sonríe sin mirarme, sigue teniendo sus ojos posados en la calle—. A ver, era muy guapa —hablo resaltando "muy" —. Demasiado.

—Cállate, Valeria —bromea—. Pinti gifis —imita mi voz—. Imbécil.

Ambas reímos mientras seguimos caminando por las calles desiertas de Granada. Esta conversación nos distrae un poco del frío y de la incomodidad del momento. El cigarro se consume lentamente en mis manos, y cada calada parece calmar un poco los nervios.

—Oye, ¿y qué vamos a hacer mañana? —pregunta Ruslana, rompiendo el silencio que se había formado entre nosotras.

—Podemos ir a tomar algo con Martín, Bea y Álvaro —sugiero—. Así te distraes un poco y te despejas. Además, seguro que tienen cosas que contarnos.

—Sí, buena idea —responde ella, con un tono más tranquilo—. Y, gracias, Val. Por estar aquí conmigo. Te lo digo poco.

—Siempre, Rus. Somos amigas, ¿no? —le digo con una sonrisa.

Ruslana asiente son una leve sonrisa, pero su mirada se endurece por un segundo antes de volver a su habitual serenidad. Hay algo forzado en ella, puedo imaginarme que es pero prefiero ignorarlo.

Finalmente llegamos a la residencia. Entramos y tomamos el ascensor en silencio, el cansancio se nota en cada movimiento que hacemos. El ascensor parece tardar una eternidad en llegar a nuestro piso, y ambas estamos perdidas en nuestros propios pensamientos.

Cuando finalmente llegamos a su habitación, Ruslana se deja caer en la cama, y yo hago lo mismo, sabiendo que compartiremos su cama de metro noventa. Nos acomodamos como podemos, muy pegadas la una a la otra.

—Buenas noches, Valeria —dice ella, apagando la luz.

—Buenas noches, Ruslana —respondo, y cierro los ojos, intentando dejar atrás la agitación de la noche.

Mientras el sueño me va venciendo, no puedo evitar pensar en la policía de la comisaría. La imagen de su rostro sigue apareciendo en mi mente. Suspiro y me doy la vuelta, intentando encontrar una posición cómoda, pero es difícil con Ruslana tan cerca. Siento su respiración tranquila y rítmica a mi lado, lo que me ayuda a relajarme un poco.

Mañana será un nuevo día, y con suerte, su teléfono aparecerá.

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