Como regla general, a Aurora Reyes no le gustaban las personas.
Casi todas las que había tenido el disgusto de conocer hasta ahora eran iguales: egoístas, falsas, crueles, superficiales, intolerantes... y la lista sigue.
Mentían para conseguir lo que querían. Manipulaban a los demás para salirse con la suya. Se burlaban de las inseguridades ajenas para su propio entretenimiento y no lograban comprender el daño que causaban, no solo hacia sus contemporáneos, como hacia la historia que dejaban atrás. Eran criaturas de pensamientos limitados, de carácter dudoso, de índole perversa.
Pero si algo había aprendido, con el paso de los años, era que las pocas almas que se escapaban de este estándar de perfidia poseían suficiente amor en sus corazones para mantener unido a un mundo que se caía a pedazos.
Las verdaderas amistades que había tenido, los verdaderos vínculos que había creado a lo largo de su vida, la habían convencido de que aún existía luz en la oscuridad del espacio. Que, pese a la inherente malicia de la sociedad, pese a las injusticias, a los crímenes sin castigo, a los sufrimientos sin causa, aún había un único motivo por el que seguir viviendo.
Amor.
Fuera filial, fraternal, romántico, platónico... daba lo mismo. El cariño que un ser humano tenía por otro, gratuitamente, a pesar de todo el odio a su alrededor, era lo único que le daba sentido a una existencia sin propósito. Era el rayo de sol que hacía valer la pena una realidad llena de tormentas, rayos y truenos. Era el lado benévolo de un universo bastante frío y desinteresado.
Su amor por el arte le había dado dirección cuando no lograba diferenciar su norte del sur. Su amor por su perro la había ayudado a soportar la soledad más intensa y enloquecedora por la que ya había pasado. Su amor por Giovanni la había hecho creer que las amistades eran reales y preciosas, y que realmente podían ser longevas y auténticas. Su amor por Natalia la había convencido a cambiar su paradigma respecto a su deseo de morir, y la había hecho reconocer su propia toxicidad como persona. Y su amor por Alexandra la había hecho entender el real valor del perdón, de la compasión, y de las segundas oportunidades.
Sin ellos, no hubiera llegado tan lejos en la vida. Sin ellos, no sería la persona que era ahora.
Y por ellos, ahora podía tener fe.
Fe en que su novia ganaría su última carrera. Fe en que le decía la verdad cuando decía que necesitaba hacerlo por ella misma, y nadie más. Fe en que los días de mentiras y engaños se habían quedado atrás.
Mirándola desde la pista, lista para su primera carrera de aquel miércoles, Alexandra respiraba hondo y esperaba su momento de correr.
Primero tendría su carrera de relevos con su equipo. Luego, esperaría una hora para correr a solas los 200 metros lisos. A continuación, tendría un descanso entre las dos de la tarde y las siete de la noche. Ahí vendrían las semifinales. De nuevo, con una hora de descanso entre ambas categorías. Pero, al contrario de lo sucedido en la mañana, tendría que correr por cuenta propia primero, y después hacerlo en equipo.
Sería un día largo.
Para hacer algo con sus manos, se ató de nuevo los cordones de las zapatillas. Bebió un poco de agua. Caminó hacia su punto de partida, en el carril siete. Miró alrededor.
En la ocasión, ella recorrería el segundo tramo de la pista. Sofía estaría justo detrás de sí, iniciando la carrera al correr los 100 primeros metros de los 400 que conformaban el estadio. A su frente, tendría a Catalina.
Su único rol ahí era pasar el testigo de un punto a otro y no perder tiempo, ni velocidad al hacerlo.
Sonaba fácil, pero no lo era.
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【Blondie】
VampireAurora Reyes no le tiene fe, esperanza, o cariño alguno al mundo en el que vive. Hasta que en su camino entra Alexandra de la Cuadra, su previa nemesis, matona, y enemiga acérrima... convertida en novia.