4-El diario de tapas rojas:

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Sábado 10,15 PM


Hacía una hora que Laura estaba tratando de comunicarse con la terminal de ómnibus, pero nadie respondía. Tenía que reservar el boleto para las once, sino no podría volver ese día. Furiosa colgó el tubo del teléfono.

—¿Quieres quedarte? —le preguntó su madre con algo de timidez.

—Mamá, sabes que no puedo —le respondió con fastidio—. Los domingos sale un solo colectivo hacia la ciudad y es el de la noche. Llegaré muy tarde y el lunes debo cursar en la universidad.

La mujer no se rindió fácilmente. Sin embargo, no fueron sus palabras las que terminaron por convencerla de quedarse en casa sino el hecho de que parecía no haber nadie que atendiera el teléfono en la terminal.

—Mi pequeña niña, mañana se solucionará todo —le dijo la mujer con cariño, mientras la agarraba de la mano. Estaba feliz de aquel contratiempo.

—No me digas así, mamá. No soy una niña.

No pretendía ser grosera con ella, pero se sentía contrariada y de mal humor.

—Para mí siempre lo serás —replicó y le dio un beso en la mejilla.

Laura sonrió y la abrazó, quizá fuera buen idea quedarse, a pesar de todo.


11,30 PM

Laura acababa de cenar junto a su madre un guiso de arroz con pollo que había preparado Marita. Era una muy buena cocinera y ambas disfrutaron aquella comida después de un día caótico y lleno de penurias.

—Hay que arreglar el baúl —comentó la joven, mientras se levantaba de la mesa y llevaba los platos sucios a la cocina.

—Déjalo así, mañana tendremos todo el día. Hoy no puedo ver ni una foto más —dijo la mujer con voz de cansancio.

Laura recordó de pronto.

—¡Oh! En una de las fotos había tres niñas.

—¿De qué hablas? —preguntó, mientras le alcanzaba un vaso para que lo lavara. El agua caía sobre los platos puestos en la profunda bacha. Marita había pedido permiso para retirarse a dormir.

—Una foto que vi, de las del baúl... Había tres niñas, dos parecían gemelas y estoy segura de que una de ellas era la tía.

—Debe ser alguna amiga de Elisa —la contradijo su madre, sin detenerse a pensar—. Cuando éramos pequeñas a tus abuelos les encantaba tomar fotos mientras jugábamos. La mayoría sale borrosa y nos vemos todas iguales.

Laura no estaba muy de acuerdo porque el parecido era innegable, sin embargo no dijo nada más. Quizá fuera alguna niña, ahora señora, que se había ido del pueblo. Una de esas amigas de la infancia temprana que se suelen olvidar. La conversación giró en torno a otros temas hasta que terminaron de ordenar y se fueron a acostar.

La habitación de la joven había sido transformada en un cuarto de costura, por lo que el espacio libre se encontraba muy reducido. La antigua máquina de pedal de su abuela, que heredó de su madre, ocupaba un considerable espacio en un rincón. En la mesa, con la moderna máquina, había algunos retazos de telas y carretes de hilos. Frente a esta se encontraba un ropero de madera oscura, allí su madre guardaba de todo, desde prendas a medio coser, algunas sábanas viejas, hasta antigua ropa de su hija. En los cajones se apilaban toallas de cara con los bordes bordados, antigua reliquia familiar de boda.

—Sacamos la cama, pero todavía está el sofá. ¿Crees que puedes dormir aquí? —preguntó, nerviosa y medio disculpándose.

Había un sofá debajo de la ventana de cuero marrón, manchado por la luz del sol, que lucía un agujero en uno de sus brazos y el relleno quedaba a la vista. Tan deteriorado estaba que solo así se explicaba que hubiera seguido allí. Era lo suficientemente cómodo para lo que esperaba la joven, no obstante, aunque nunca se imaginó que hubieran transformado tanto su habitación. "Es mi culpa", pensó, "debería haber venido mucho antes de visita". No quedaba allí nada de ella, excepto ropa vieja y apolillada.

La bruja y la serpienteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora