Capítulo 7

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La voluntad de un pequeño ciervo

"El color gris poseyó mi aura, y destruyó a quien solía ser.

Me hacía anhelar un momento de paz. Sin más desasosiego, sin más temor.

Como volar entre pétalos caídos.

Como volver a la inocencia de mi niñez.

Y quizás, solo quizás, todavía pueda permitirme soñar con los ojos abiertos"

Así se sentía el matrimonio, en palabras de una mujer que sufrió la pena de ser entregada por familiares egoístas. Había leído tal carta desde hace mucho —Escondida entre toda la paja y el heno del establo— y recuerda a la perfección aquel melancólico sentir, ya que, por desgracia, su mundo estaba liderado por caballeros que tenían el poder para controlarlas. Ningúna mujer tenía derecho de regir u opinar, y es por eso que en secreto fue repudiando la unión política; Un odio que se forjó desde que miró con ojos perspicaces las relaciones maritales a su alrededor.

No había cariño; Solo órdenes, primogénitos, y deberes de ama de casa.

Sería inútil fingir que era algo nuevo en los tiempos que se vivían. De hecho, el futuro parecía deparar cierto avance al ofrecerle a las féminas —Con determinadas limitantes— la oportunidad de valerse por sí mismas; Al menos así funcionaba en la capital y en otros territorios por fuera de su región.

Sin embargo, en Callassya, aún se pensaba de manera tradicional y demostraban reticencia ante las leyes que incluían, en cierta parte, a las damas de sociedad. Los hombres estaban descontentos y algunas señoras, procedentes de viejas costumbres, lanzaban sus dagas de rechazo ante lo descabellado de esas ideas. Es por eso que Kagome perdía la esperanza de que su vida marchase de otra manera; ¿Por qué ella, precisamente, tendría un destino distante al de muchas? No todas tenían la suerte de encontrar la felicidad o el amor como lo hizo su amiga Rin, y Kagome estaba consciente de eso.

Pero leer aquella misiva, oculta entre las páginas amarillentas de un libro, la transportaba a una experiencia que confesaba el mal sabor del encierro, la prohibición, y el sometimiento no consentido. Recuerda su incomprensión ante palabras tristes y cargadas de añoranza. Tiempo después lo entendió en vista de amistades allegadas, y supo que el desposarse no era digno para sí; Tuvo miedo a que llegara ese día, así como lo fue su presentación en sociedad. Metafóricamente, se sentía como una nueva florecita que eventualmente sería arrancada y marchitada por el maltrato de un hombre.

Entonces, era prudente permanecer soltera, hasta el momento. Y por ello, agradecía la bondad de elección que le otorgó su padre por encima de las ridículas y nefastas exigencias de su pueblo.

El solo sopesar un futuro infeliz la convencía de renegar a lo que consistía inclinarse a un hombre cualquiera por más riquezas que le pusieran a sus pies. Luego, con el cazador, esos deseos se reafirmaron con muchísima más fuerza. Ella no era una sumisa, y jamás podría llegar a serlo, aunque fuera una obligación impuesta hacia su género.

Ahora, reconocía que tapar el sol con un dedo era incluso más complicado.

Observó con cierto desdén a la argolla de hierro que se cerraba en su muñeca, y aguantó el sollozo agudo que se le trabó en las entrañas. Cada grillete adherido le narraba sobre el final de todo lo que conocía; La granja, el pueblo, el taller, la biblioteca, todo.

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