Capítulo 8

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Un instante de soledad


Fortaleza Real de la Dinastía Taisho.
Otoño, 1707

Diario de un pecador.

Padre;

Han pasado doscientos veintinueve años desde la última vez que hablé con alguien más. Demasiado tiempo para quien permanece encerrado dentro de una monstruosidad.

Vos sabéis cuan inmenso es mi deseo de retornar y revertir las acciones que me llevaron hasta este punto; Como me gustaría poder volver y haceros caso, en vez de darle rienda suelta a la inmadurez que amenazaba con destruir mi vida.

Bien tengo presente de que ya es tarde para intentar enmendar mi error. Fué una enseñanza, y solo por eso he decidido aceptar el castigo.

Soy un hombre; Y como hombre no agacharé la cabeza aún si fuese el peor malhechor.

Esta noche también he de recuperar la esperanza de redimirme. No de la mejor manera, puesto que decidí romper con todo lazo humanitario que contenga en mi interior. El tiempo se agota, y con cada día estoy a un paso más allá de perecer completamente. Me encuentro demasiado desesperado, y si bien actúo precipitadamente, es porque las oportunidades jamás se desaprovechan.

Lo siento; Pero ya no soy aquel hijo por quien sentíais orgullo. Ni siquiera yo mismo tengo idea de quien soy ahora. La Bestia me consume, me devora, y me domina.

Tengo miedo padre. Miedo a que mi alma sea fundida eternamente con ese demonio. Espero que podáis entenderlo.

Ojalá que las cosas se me den. Haré lo posible, así eso perjudique a alguien más.

He encontrado mi salida, y estoy dispuesto a tomarla.

I.T


Kagome abrió los ojos con los primeros rayos de luz que atravesaron a la pared acristalada. Ese día predicaba buen tiempo; Con cielos despejados, cantos de golondrinas, y una ligera sensación rejuvenecedora sobre sus espaldas. Se dió el lujo de bostezar libremente, con aquel grado informal con el que era mal visto a las damas de sociedad, y desperezó el cuerpo en torno a ello, incorporándose con la cascada de rizos negros simulando largas enredaderas de bosque tropical. Se sentía bien; La superficie en la que dormitaba era increíblemente suave —A comparación de un colchón de paja— y las almohadas estaban rellenas de una generosa agrupación de plumas.

Se levantó muy lentamente, apenas cayendo en cuenta de que las cortinas se abrieron solas cuando en la noche anterior las había cerrado ante el manifiesto de la tormenta. También recordó haber indagado con osadía entre las prendas del armario —De gran conservación y calidad, de hecho— antes de colocarse un camisón rosa palo que le llegaba hasta las rodillas, conformado de un suave y ligero algodón. En ese instante sintió el atrevimiento como algo malo, sacudida por la sensación de estar andando y tomando cosas que no le pertenecían, y por haberse dado el lujo de ponerse cómoda dentro de una habitación que no era la suya. Luego los acontecimientos la tomaron a gran velocidad, y apartó aquella tristeza jurándose de que no lloraría otra vez, porque si bien era su destino, tendría que aceptarlo sin tener que estarse dando lástima.

Y eso incluía el hecho de que esa gran y "lujosa" recámara, junto con todos los bienes que contenía, ahora, eran los propios. ¿Por qué sino estaban ahí? Eran para ser usados y lucidos por una mujer, y en lo que su conocimiento concierne, ella era la única en aquel sitio.

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