Capítulo 5- Vida de esclavos

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Con el tiempo aprendí a adaptarme a ese mundo que, a pesar de ser tan distinto al mío, se le asemejaba en ciertas cosas: ya no corría peligro de ser devorada por perros salvajes, pero debía lidiar con el viejo Saruf, quien detrás de su aspecto de anciano débil tenía una personalidad tan feroz como la de los perros. Mi deber era hacer su vida lo más cómoda posible, pero sin que notara mi presencia. Eso no era tan fácil: me llevó meses de trabajo en los que cometí errores; tuve que soportar sus escándalos cada vez que alcanzaba a verme, pero al final logré que sintiera como si su casa se limpiara sola y su comida apareciera como por milagro en la mesa de su cocina, porque dejó de quejarse, aunque no era tonto y de seguro sabía que yo andaba cerca. Fuera de tener que esconderme, la tarea no era pesada: Saruf pasaba la mayor parte de su tiempo en el jardín, no era muy quisquilloso con la comida, y tampoco desordenaba la casa más de lo necesario. A veces entraba con el delantal sucio de tierra, que regaba por el piso, y yo llegué a detestar que toda aquella ciudad fuera del mismo e inmaculado color blanco, difícil de mantener limpio.

A cambio del trabajo obtuve ciertas ventajas: en la casa había un pequeño cuarto con un baño aún más chico, a un costado de la cocina, que servía para amontonar cosas en desuso y que 186 me dijo que podía usar para dormir, así me evitaba el esfuerzo diario de subir y bajar por escalera desde el último piso al sótano. También podía comer cuanto quisiera, porque una de las reglas de ese mundo contradictorio era que los Alas de carbón podíamos ser despreciados y hasta recibir insultos de los del Aire, pero no debíamos sufrir maltratos que afectaran nuestra salud ni nuestra productividad. También pude disfrutar del jardín de la azotea cuando Saruf se iba a dormir la siesta, y además encontré un pequeño tesoro en su casa, que aprendí a apreciar con el tiempo: una biblioteca.

Ekhab me había enseñado a leer, y a él le había enseñado Basham, el único de mis hermanos que pudo estudiar en la escuela del pueblo minero. Lo que teníamos para leer eran librillos que nos enseñaban el oficio de la minería, y un enorme libraco que no faltaba en ninguna casa: el listado de nuestros deberes como seres de la Tierra, en el que decía por qué los del Aire eran los que mandaban.

Según ese libro ellos eran mejores que nosotros, aunque no explicaban por qué. Eso lo averigué en la biblioteca del viejo Saruf: los seres del Aire no solo tenían el poder del vuelo; también poseían algo que ellos llamaban tecnología, y que era la capacidad de hacer máquinas con las que nosotros ni siquiera soñábamos, como las cajas de cristal, los chips que nos ponían en los brazos, o la fábrica, ese lugar misterioso que nunca había visto y ni siquiera sabía dónde estaba; también habían construido las ciudades y el misterioso mecanismo que las mantenía en el aire, que al final no era el milagro en el cual creían los de la Tierra. Los Alas de carbón parecíamos ser un poco más evolucionados que ellos, pero no lo suficiente como para ser considerados iguales por los del Aire.

Yo había tomado un riesgo muy grande con mi decisión de investigar en la biblioteca de Saruf, que estaba prohibida para mí tal y como me lo había dicho 186, con los ojos llenos de miedo, el día que me llevó allí por primera vez:

-Solo limpia los libros, 316. ¡Ni se te ocurra abrirlos! ¡Está prohibido!

Pero la curiosidad me había hecho desobedecer, y esos libros me dieron la llave para entrar a un mundo nuevo: primero leí historias de fantasía y aventuras, y después, cuando la curiosidad por saber más me dio el coraje de llevarme todas las noches un libro para mi cuarto, comencé a leer una enciclopedia de diez tomos que relataba la historia de nuestro planeta.

***

Orkham era el cuarto planeta que orbitaba en torno a una estrella gigante, aquella que yo había visto subiendo en el horizonte cuando pasé la noche en el jardín del techo. Esa estrella era nuestro sol, el encargado de darnos luz, calor, y atravesar apenas los nubarrones grises que cubrían la tierra, kilómetros más abajo, para darnos la sensación de día y de noche. Cuando el sol se ocultaba se podían ver, en el cielo negro, miles de estrellas, aquellas lucecitas que me habían asombrado cuando llegué, arrastrada por el Supervisor, al mundo de los del Aire. La gran esfera blanca era la luna de Orkham, un satélite que daba vueltas alrededor del planeta y solo se dejaba ver cuando el sol estaba escondido.

Por lo que leí noche tras noche en la enciclopedia, las cosas en nuestro planeta no siempre habían sido como yo las conocía: la superficie terrestre de Orkham alguna vez había sido un lugar próspero, en donde seres alados y sin alas convivían en armonía. Pero algo los separó: una guerra en la que vencieron los del Aire.

Ellos evolucionaron en tecnología y terminaron construyendo su mundo aéreo, y dejaron a los vencidos seres de la Tierra abajo, para que trabajaran para ellos. Luego de varias generaciones de ese sistema todos olvidaron que alguna vez habían vivido en paz y como un solo pueblo, y los de la Tierra olvidaron lo que era ser libres.

Me asombró enterarme de que en la Tierra había muchas más jurisdicciones que no conocía: en varias también se practicaba la minería para extraer otras cosas aparte de carbón: metales de todo tipo, y también otros combustibles más poderosos que el nuestro. En otras jurisdicciones se recolectaba agua, comida, materiales de construcción, o hasta las plantas que adornaban el jardín del viejo Saruf, que no era el único de esa ciudad. El pan que yo comía todas las mañanas venía de las plantaciones de un cereal que se cosechaba en una jurisdicción lejana, y la leche y el queso venían de otra en donde se criaba una clase de animales diferentes a las ovejas.

Pude darme cuenta de lo enorme que era nuestro mundo, y de la cantidad de seres de la Tierra que había en él. En comparación no había tantas ciudades del Aire; aunque eran enormes y estaban habitadas por miles de seres, solo había dos más en todo el planeta, suspendidas por encima de las nubes y bastante alejadas una de otra.

***

Una mañana, después de levantarme al amanecer para limpiar la casa y aprontarle el desayuno al viejo Saruf antes de que saliera de su dormitorio, como todos los días, me fui a esconder por una hora al mío, esperando a que él desayunara y después se fuera al jardín. Aún tenía uno de los libros de la biblioteca, un grueso tomo de leyes que nada tenía que ver con el de mi casa en la Jurisdicción de los Mineros, y que yo estaba tratando de descifrar aunque no entendía muchas de sus palabras. En los casi dos años que llevaba en esa casa me había leído los diez tomos de la enciclopedia y varios libros más, y tenía más preguntas que respuestas. Estaba sumergida en el libro de leyes, pero en la biblioteca había un estante entero de textos de historia y biografías, que no había tenido tiempo de leer, y que me interesaban mucho.

Una hora después, cuando calculé que el anciano ya estaría en el jardín, volví a la cocina. El desayuno seguía intacto. Un mal presentimiento me corrió como electricidad por la espalda: Saruf jamás alteraba su rutina. Algo había pasado.

Entré en puntas de pie a su dormitorio, pronta para correr como el viento si me lo cruzaba. Pero aún estaba en la cama, con los ojos abiertos y la expresión aterrada del que sabe que por fin va a rendirle cuentas al diablo. Estaba helado y rígido.

No sé por cuánto tiempo lo miré, con la ligera esperanza de que reviviera y me diera tiempo a quedarme otro poco en su casa, para leer el resto de sus libros. Pero no: estaba bien muerto, y yo tenía que avisarle a alguien. Salí a la carrera, con la intención de pedirle ayuda a 186, pero se me ocurrió una idea desesperada: tuve que subir y bajar las escaleras del edificio dos veces, acarreando libros, y mi corazón se enloqueció por el esfuerzo y el miedo de que alguien me descubriera, pero no podía renunciar a ellos. Me llevé varios: el libro de leyes, un diccionario, y también un par que tenían la historia detallada de nuestro planeta y que aún no había tenido tiempo de leer. Los dejé bien escondidos en el cuarto 316 del sótano, sabiendo que todo terminaría muy mal para mí si me descubrían, y volví para avisar de la muerte del viejo.

Mis alas aún no habían crecido, y pensé que me destinarían a servir en otra casa. Pero el Tribunal Supremo decidió que, como estaba más fuerte, comenzara a trabajar en la fábrica. Yo no lo sabía en ese momento, pero mi vida iba a dar otro vuelco inesperado.

Alas de carbón #ONC2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora