Capítulo 7- Reencuentro

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Con el tiempo la fábrica se transformó en mi segunda casa, aunque no en mi segundo hogar; ni siquiera en el primero. Me leí los libros del viejo Saruf del derecho y del revés en la soledad de la habitación 216, añorando el jardín de la azotea, los amaneceres dorados y la compañía sencilla y sin malicia de 186, y descubrí en ellos un misterio que me iba a llevar un buen tiempo resolver.

240 se transformó en mi único amigo y en mi transportista hasta que las alas me terminaron de crecer. En ese tiempo me enseñó todo lo que sabía: qué debía hacer y cómo debía comportarme para que los Vigilantes no volvieran a tomárselas conmigo. Por desgracia, actitudes como la que había tenido aquel chico por culpa del cual me reprendieron en mi primer día de trabajo, eran comunes: con tal de vivir en paz, la mayoría de los Alas de carbón se traicionaban unos a otros; habían aprendido por las malas a no ser solidarios ni a tener empatía entre ellos. 

De la mano de 240 hice mis primeros intentos de volar. Él trataba de contener mi ansiedad por salir disparada a las alturas y probar esa sensación de vértigo y libertad que veía en él, y él se aterrorizaba, seguro de que me iba a romper la cabeza. Cuando mis alas se hicieron fuertes y pude dominarlas, la prisa le ganó al miedo y me lancé en picada desde lo alto de un edificio, sin avisarle. Abajo había un jardín colgante, con césped y caminos de grava, que nosotros no podíamos usar aunque, por supuesto, un grupo de Alas de carbón se encargaban de limpiar. Aterricé sobre la grava con tanta fuerza que terminé resbalando con las rodillas antes de caer de bruces, y tuve que soportar el dolor además del enojo de 240 mientras me sacaba del jardín antes de que alguien se diera cuenta y me llenaba de reproches, todo al mismo tiempo.

Tiempo después se atrevió a contarme un secreto: tenía un pequeño grupo de amigos que también trabajaban en la fábrica, y en quienes había aprendido a confiar. Me emocionó su demostración de que también confiaba en mí, cuando me prometió que les iba a pedir permiso para llevarme a una de sus reuniones. Por desgracia sus amigos no opinaron lo mismo: para dejar que entrara un nuevo miembro se necesitaba la aprobación de todo el grupo, y parecía que alguien no estaba dispuesto a aceptarme, aunque no era un asunto personal: el recelo era generalizado, y la traición podía venir de la persona menos esperada.

Llevo meses para que 240 por fin lograra la autorización de llevarme a una reunión: después del trabajo en la fábrica esperamos un rato hasta que se hizo la noche y todos los habitantes del sótano se fueron a dormir. Debíamos movernos con sigilo, y 240 me llevó hasta una puerta, la 421, un número que yo no asocié con nadie. Le dio unos golpes en código, y la puerta se abrió apenas. 

Confieso que en ese momento me puse nerviosa: adentro no se veía más que la absoluta oscuridad, y temí que 240 también fuera un traidor y me hubiera tendido una trampa. Pero una muchacha, que sí conocía, asomó la cabeza por la abertura de la puerta, y me brindó una sonrisa que calmó mi ansiedad:

—La trajiste… —le dijo a 240, y en su voz pude oír una mezcla de nervios y entusiasmo. Se me había acercado dos o tres veces en la fábrica, durante la hora del almuerzo, y ahora entendía el motivo: se había encargado de estudiarme para saber quién era.

—Te conozco… —le dije, pero tanto ella como 240 me hicieron señas para que no hablara hasta que estuviésemos adentro. El cuarto era prácticamente igual que el mío, salvo que tenía una pequeña mesa en el centro, en la que estaban sentados tres jóvenes más, una chica y dos varones. Uno de ellos me miró e hizo un gesto de desagrado antes de decirle a 240:

—Espero que no te equivoques con ella.

También lo conocía: jamás me había hablado, pero acarreaba cajas, como yo. Por fin pude comprender su sombría indiferencia durante las horas de trabajo.

—¡Tranquilo, Shown! —protestó la chica que nos había abierto la puerta—. No podemos ser tan cerrados. Sabes que somos muy pocos y necesitamos gente…

Me sorprendió que ella llamara al muchacho por su nombre. Después de tanto tiempo había llegado a olvidar que éramos más que números:

—¿Aquí se pueden decir los nombres? ¿No tienen miedo de que los descubran?

—Los del Aire no vigilan el sótano. Están muy seguros con todos los traidores que hay entre los nuestros —me respondió la chica. Por un segundo su rostro se endureció, pero después su mirada se volvió suave al tiempo que se presentaba—. Por cierto, yo soy Maika. 

—Y yo me llamo Pertus —me dijo 240. Me gustó su nombre: era fuerte como él—. Pero solo aquí. No vayas a usar nuestros nombres afuera. ¿Y tú cómo te llamas?

Me costó decirlo: ya me había acostumbrado a ser 316:

—Nilak…

El otro muchacho que estaba sentado, y que no había participado en nuestra conversación, se levantó como un resorte y se quedó mirándome con una expresión que no entendí:

—¿Nilak…? —Después se acercó a mí y me observó tanto, que me puso incómoda—. ¿Cuántos años tienes?

—Catorce… —susurré. Por un momento pensé en irme de allí. Esa gente sabía demasiadas cosas de mí, y encima me hacían más preguntas.

—¿Cómo se llaman tus padres…? —insistió el muchacho. No pude entender sus ojos húmedos, y luego su llanto junto con el abrazo apretado que me dio cuando me atreví a responder a su pregunta, pensando que no era un dato relevante como para acusarme de nada. Por fin pudo explicarse:

—Yo soy Basham… ¡Soy tu hermano!

Basham era alto y fuerte. Tenía unas alas tan grandes como las de Pertus, y en su rostro pude ver los rasgos de nuestra madre. También lo abracé con fuerza, y descargué en su pecho las lágrimas de años de soledad, que por fin se habían terminado.

                          ***

Rodeados por el afecto y la emoción del grupo, Basham y yo nos contamos lo que no sabíamos de nuestras historias: a él le había ocurrido lo mismo que a mí y a todos los que se transformaban en Alas de carbón: estaba trabajando en la mina, cuando el dolor de las cuchilladas en la espalda lo hizo caer de rodillas; su ropa se tiñó de sangre. 

Me contó que no había tenido tiempo ni para despedirse: cuando mi padre lo sacó de arrastro de la mina para llevarlo a casa, un Supervisor lo interceptó y le arrancó a Basham de las manos para elevarse con él hasta la ciudad del Aire. Mi hermano se lamentó cuando le conté lo ocurrido en su ausencia: la herida en el pie de Ekhab, la locura de nuestro padre cuando a mí también se me formaron los cortes en la espalda, y las heridas que le hizo a nuestra madre. Le causé un disgusto mayor cuando le dije que no sabía si ella había sobrevivido.

—¡Pobre mamá! —exclamó mientras se secaba las lágrimas—. Papá no es malo, pero el trabajo y el hambre lo embrutecieron...

—Yo nunca llegué a trabajar en la mina —le dije—. Era la encargada de cazar nuestra comida.

—Por eso eres tan fuerte, hermanita. —Basham esbozó una sonrisa entre sus lágrimas—. Cazar en la Jurisdicción de los Mineros es una tarea difícil.

Le confesé que me había atrevido a ir a las jurisdicciones vecinas, y él hizo un gesto de aprobación:

—Me recuerdas a mí cuando tenía tu edad. Me llevé un par de azotes con la vara de mi padre, por no obedecer…

Los dos nos reímos con nostalgia de nuestros recuerdos marcados por esa mezcla de amor, dolor y sacrificio que era vivir en la Jurisdicción de los Mineros. Mi hermano tenía cinco años más que yo, y ya hacía seis que se lo habían llevado de casa.

Desde lejos, la otra chica, que no se había presentado, nos observaba mientras hablábamos. Observé que Maika le hacía una seña para que se acercara, pero ella hizo un gesto negativo con la mano, aunque me brindó una sonrisa sincera. Recién se acercó a nosotros cuando mi hermano le extendió su mano:

—Ven, Galia. Quiero presentarte a mi hermana pequeña. Nilak, ella es Galia, mi pareja…

En ese momento pude notar, a pesar del traje gris que le quedaba un poco grande, el vientre abultado de Galia. Un bebé, mi futuro sobrino o sobrina, iba a llegar a ese mundo para ser un esclavo, como todos nosotros. La abracé con sorpresa y miedo: el futuro de ese bebé no dependía de sus padres, sino del capricho de los seres del Aire.

Alas de carbón #ONC2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora