Capítulo 12- Escape al paraíso

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Aún recordaba las lecciones de Shawn acerca de la energía eléctrica, aunque, cuando logré encontrar la fuente de energía del aparato que emitía sonidos, y desconectarlo, solo logré que sonara una nueva alarma. Volví a conectarme a toda prisa, y con la respiración entrecortada me acosté antes de que aquella mujer, que parecía estar todo el tiempo atrás de la puerta, apareciera corriendo.

Al fin, después de varios días de pruebas, que hice con el corazón acelerado, segura de que iban a pescarme y me cortarían las alas hasta el hueso, di con un botón de reinicio, y logré que el aparato se quedara muerto. Volví a arrancarme los cables y también la conexión a una vena por la cual me pasaban líquidos y alimentos, y me levanté. Seguía dolorida, y las piernas parecía que se me habían derretido por la quietud; tuve que apelar a toda mi fuerza de voluntad para caminar sin darme contra las paredes.

Estaba sola y pude, después de tantos meses, extender las alas. Estaban endurecidas, como el resto de mi cuerpo, pero enteras. Debía ejecutar la segunda parte de mi plan; era un plan loco y extremo, como todos lo que se me ocurrían. 

Estaba con las alas extendidas, dando pequeños saltos y aletazos para ejercitarme y ponerme fuerte, cuando entró la mujer del Aire. Era menuda y mayor, y yo salté sobre ella para sujetarla con toda mi fuerza, que no era mucha. Ella se revolvió entre mis brazos y empezó a gritar. Yo no quería ser violenta pero debía silenciarla, y apliqué una técnica que me había enseñado Pertus para usar contra los Vigilantes, en aquella fallida operación de la fábrica: un golpe con el canto de la mano en la nuca. Eso la dejo fuera de combate.

En ese momento se me ocurrió qué hacer con ella: la metí en la cama, la conecté al aparato antes de encenderlo, y la cubrí hasta la cabeza. 

Mi plan funcionó a la maravilla: el aparato era todo luces verdes y pitidos suaves, los mismos que emitía cuando estaba conectado a mí. Yo me puse la ropa de la mujer, y salí a toda prisa para buscar una ventana desde la cual lanzarme hacia afuera.

La enfermería en la que estaba parecía ser parte de un edificio más grande, un hospital carcelario. Supuse que no estaría muy lejos de la propia cárcel, y recordé a Shawn. Hubiera querido rescatarlo en ese momento, pero por desgracia, si quería salvarlo, debía escapar sola. Vi una ventana pequeña pero suficiente como para salir por ella, y cuando la forcé para abrirla, sonó una alarma. Miré la cicatriz de mi brazo. «Qué idiota», pensé. El chip les había advertido que estaba en movimiento.

Huí por los pasillos hasta que encontré un pequeño cuarto de suministros, y me encerré en él. Busqué algo que tuviera filo, para sacarme del cuerpo esa cosa que me hacía vulnerable ante los del Aire.

Pero allí no había nada. Cuando al fin di con una caja llena de pequeños frascos de vidrio que contenían medicamentos, rompí uno contra la pared. Mi desesperación me dio el valor que no había tenido la primera vez, y con un corte rápido pude acceder al chip, que me arranqué del cuerpo y lancé contra la pared. 

Había encontrado vendas en otra caja, y con ellas me apreté la herida con fuerza, antes de lanzarme de nuevo por los pasillos. No quería flaquear, pero la vista se me estaba nublando, y la aceleración del corazón hacía palpitar mi herida. Estaba dejando un rastro de sangre en el suelo, y pronto me localizaron.

—¡Ahí está! —sentí unos gritos a mis espaldas—. ¡Que no se escape! 

Pronto me rodearon por los dos lados, en un pasillo lleno de puertas. Debía elegir bien por dónde salir. Una de ellas decía «despacho», y pensé que podría ofrecerme una forma de escape. Pero no. Cuando entré a la habitación y me encerré, vi que lo único que había era otra ventana bastante grande, que no se abría. La puerta comenzó a sonar bajo los golpes de los Carceleros, que aullaban órdenes de que me entregara. No podía dejarme atrapar otra vez. Era mejor morir, y así lo decidí: respiré hondo y me despedí de mi madre, de Ekhab y de Basham, deseé que mi sobrino tuviera más suerte que yo y pudiera vivir en un mundo en paz, y me lancé a toda carrera contra la ventana. Los vidrios estallaron a mi alrededor mientras salía disparada en caída libre hacia la barrera de nubes.

Me desperté rodeada de agua, hundiéndome de a poco hacia un abismo oscuro y helado. Aguanté la respiración todo lo que pude, pero en un momento sentí que estaba luchando contra lo imposible. Aflojé el cuerpo, esperando la muerte; pero algo sujetó mi brazo y me lanzó hacia arriba. 

—¡Mira! ¿Qué clase de ser del Aire es este? ¡También tiene alas!

Las palabras asombradas a mi alrededor me hicieron abrir los ojos: estaba en un bote, rodeada de tres hombres que me miraban como si fuera el más extraño de los hallazgos, aunque ellos también lucían raros con los ojos y cabello de color celeste. Cuando tosí para expulsar el agua que había tragado y me enderecé, se retiraron, temerosos. Con las alas empapadas, el brazo vendado y cubierto de sangre, y el pelo chorreando sobre la cara, tras haber llegado del cielo cual divinidad caída en desgracia, estaba segura de que le había dado a esos pobres el susto de su vida. 

—¿Dónde estoy? —les pregunté, y ellos se hablaron en voz baja, para que no pudiera oírlos, mientras me miraban de reojo—. ¡Hablen! —exclamé con voz más autoritaria. Los tres saltaron a la vez. Se veían graciosos tan asustados, pero yo no estaba para bromas. Quería respuestas—. ¡Tú! —le grité al más joven—. ¡Empieza a hablar de una vez!

—En la Jurisdicción de los pescadores, señora —susurró apenas el chico. Su actitud me dio lástima, porque me recordó la forma en la que yo tenía que dirigirme al Tribunal Supremo. Hizo una profunda inclinación de cabeza, y me preguntó—: ¿Usted también es un ser del Aire?

Debía mentir para que me ayudaran: 

—Sí. También soy un ser del Aire. Pero vengo de otra ciudad, por eso tengo las alas negras. Tuve un accidente y caí al agua. ¿Me pueden llevar a tierra?

—¡Sí, señora! —Los tres se apresuraron a mover el bote, pero me llamó la atención que, después de mi mentira, su actitud hacia mí se aflojó. Para cuando llegamos al lugar en donde vivían, estaba un poco más tranquila, aunque de mi brazo caían gruesas gotas rojas que manchaban el piso del bote. El pescador más joven no dejaba de mirar la mezcla de sangre y agua que escurría de mi venda. Me señaló el brazo: 

—¿Quiere que la ayude con eso, señora? En mi cabaña tengo vendas limpias y desinfectante. 

Los otros dos estaban ocupados atracando el bote a la orilla, pero uno de ellos me ofreció una sonrisa despreocupada. ¿Qué era eso? ¿Por qué, si pensaban que era un ser del Aire, no me tenían miedo? 

La orilla del mar era una extensión de arena blanca cortada por árboles de troncos finos y hojas en la parte más alta, que escondían unos frutos marrones y redondos. Más allá comenzaban a dibujarse sobre el verde de un monte que se hacía cada vez más espeso, unas chozas de madera y techos cubiertos por las hojas secas de los árboles de la orilla. Sobre la arena, en unos bastidores de madera, descansaban varias redes hechas de cuerda. Niños de todas edades y tamaños, con rizos celestes como el mar, y cachetes tostados y rellenos, se acercaron a las risas mientras me ofrecían agua y trozos de comida en cuencos hechos con el fruto de aquel árbol. 

Luché por no llorar: ese lugar era un paraíso, y parecía que la miseria del resto de las jurisdicciones no había llegado a él. Ojalá también resultara ser un buen escondite.

Alas de carbón #ONC2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora