Capítulo 10- Cadena de errores

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Necesitaba la ayuda de Shawn para dar mi siguiente paso. Ya había metido a mi hermano y al resto de mis amigos en suficientes problemas, pero no podía actuar sola. El entusiasmo de mi principal cómplice se transformó en terror cuando le conté la única idea que se me había ocurrido para volver al jardín del viejo Saruf: 

—Puedo hacerlo de noche —le aseguré, y luego solté la bomba—. Necesito que me ayudes con algo. Para que no me descubran, debo quitarme el chip…

Shawn lanzó un grito: 

—¡No! ¡Eso no! ¡No voy a ayudarte a que los del Aire te atrapen! 

—¡Piénsalo, Shawn! —insistí—. ¡Es mejor así, y no meteré a nadie más en este lío!

—¿Pero y si el chip está conectado con alguna parte vital de tu cuerpo, o los del Aire se dan cuenta de que no lo tienes puesto?

—Es cuestión de probar…

Solo había una forma de sacar el chip: tenía que hacerme un corte en la piel, que pareciera accidental. Si los del Aire no se daban cuenta de que ya no lo tenía, podía moverme de noche por la ciudad, y llegar hasta donde tenía oculta la caja de cristal. Shawn empalideció de miedo cuando le dije que él tenía que hacer el procedimiento de quitarme el chip:

—Yo… ¿Tengo que ser yo…? —Se cruzó de brazos como si intentara protegerse de mi locura. Y era verdad: yo estaba loca por averiguar la verdad, pero por desgracia no era tan valiente como para arrancarme el chip del cuerpo. Estaba segura de que iba a desmayarme antes de lograrlo. El solo pensamiento del dolor me puso nerviosa, pero traté de que no se me notara: debía tranquilizar a Shawn:

—Todo va a salir bien. Te juro que no voy a gritar…

                           ***

Quitarme el chip fue peor de lo que pensé: me hice la valiente hasta que la temblorosa hoja de un poco afilado cuchillo, que usaba para comer, atravesó la piel de mi brazo. La sangre brotó en un chorro granate que manchó el uniforme de Shawn y lo hizo retroceder hasta un rincón de mi cuarto. Soltó unas lágrimas y me rogó que lo dejara detenerse, y por un segundo yo también pensé en olvidar esa estúpida idea. Pero el recuerdo de la caja de cristal y sus secretos me devolvió el coraje:

—Sigue… —susurré, y cerré los ojos: ya no podía ver más sangre.

El chip no tenía cables. Solo era un pequeño cubo de metal dorado, tan inocente que no entendí por qué dolía tanto. Shawn se limpió lo mejor que pudo, y después de hacerme un vendaje apretado en el brazo, huyó a su habitación. Volvió después de un par de horas, pálido pero un poco más tranquilo. No había ocurrido nada: parecía que los del Aire eran más confiados de lo que suponíamos, o nos creían iguales a un rebaño de ovejas, incapaces de atentar contra sus leyes.

Colocarme de nuevo el chip me causó más dolor, pero Shawn me hizo otro vendaje más grueso y apretado mientras me hacía un montón de recomendaciones que apenas escuché: aquello dolía mucho, pero yo tenía que ir a trabajar al día siguiente, y simular que no tenía nada.

Pasé el día acarreando cajas, con el dolor del brazo que se hacía cada vez más intenso. Pero me sentía mejor por no tener que involucrar a nadie en mi idea. Cada tanto sentía sobre mí las miradas interrogantes de mis compañeros, cuando me los crucé en el comedor o en los pasillos de la fábrica. Traté de no mirarlos para que no los asociaran conmigo en caso de que mi plan fallara. Shawn era el que corría más peligro, y yo decidí mentirle al decirle que iba a esperar un par de días para hacer el vuelo hasta el jardín: iba a hacerlo esa misma noche.

Cuando llegué a mi cuarto, después de trabajar, me di un baño tratando de no mojar las plumas de mis alas, que necesitaba bien secas para el vuelo. El sol cayó y aparecieron las primeras estrellas, y la ansiedad comenzó a atormentarme. Debía esperar un buen rato, pero no podía dormir. Lo único que podía hacer era tratar de mantenerme serena y repasar una y otra vez mi plan: iba a volar lo más rápido posible, tratando de alejarme de los edificios de la ciudad; una vez en el jardín me escondería entre los macetones para revisar la caja de cristal y ver cómo se usaba. No podía quedarme mucho rato; iba a esconder de nuevo la caja y volvería al sótano, iba a colocarme el chip y trataría de dormir un poco. Esperaba no tener que repetir el procedimiento más que un par de veces, hasta averiguar los secretos que ocultaban los seres del Aire.

Por fin llegó el momento: me quité el chip tratando de no prestarle atención al vendaje empapado en sangre, y cuando recuperé el aliento salí de puntillas por el pasillo del sótano, hacia la salida.

La noche era fresca y la luna apenas iluminaba los edificios. Volar con la libertad de no saberme vigilada me devolvió la calma; en plena oscuridad, aterricé en el jardín, que estaba tan muerto como su dueño; las ramas secas de los antiguos árboles que el viejo Saruf había cuidado con todo el amor que no sentía por la gente, se bamboleaban con el viento simulando brazos descarnados vueltos hacia el cielo, pidiendo un último sorbo de agua que jamás iban a recibir.

Me apuré a llegar hasta el macetón en donde había escondido la caja de cristal, y cuando estaba a punto de hundir mis manos en la tierra reseca, sentí un golpe que me pegó de cara al suelo: dos seres del Aire habían caído sobre mí, y me sujetaban con todas sus fuerzas:

—¿Creíste que era tan fácil burlarte de nosotros, Alas de carbón? 

Entre risas triunfales me dijeron que la caja de cristal también tenía un localizador, como los chips. No la habían recuperado en la fábrica porque querían saber cuántos Alas de carbón habían organizado la rebelión. También habían atrapado a Shawn, por mi culpa.

Debo haber perdido el sentido, porque desperté en una habitación helada, acostada sobre una cama pequeña y dura, pero tan blanca y fría como todo lo que había allí adentro. Mi brazo tenía un vendaje limpio y bien ajustado, y no tuve que pensar mucho para adivinar que tenía otra vez el chip puesto.

A los costados de mi lugar había dos filas de camas iguales, la mayoría vacías, aunque a lo lejos pude ver una melena rojiza, recostada sobre una almohada. 

Nunca había visto a un ser con el pelo de ese color, y cuando me senté en la cama, a pesar del dolor del brazo y de mis alas, que estaban un poco maltrechas aunque por suerte seguían pegadas a mi espalda, la mujer dueña de aquella melena singular me miró con unos ojos también rojos y llenos de ira:

—¿Qué? ¿Nunca viste a un Alas de fuego? —No sé qué cara le puse, pero no pude responder por el asombro. Ella lanzó una risita irónica mientras se sentaba en la cama. Tenía un par de alas que brillaban con tonos rojos y naranjas, como si realmente estuvieran en llamas—. Te detuvieron recién, ¿no? Claro, aún no sabes la verdad.

—¿Qué verdad? —pude responderle.

—No te preocupes. Tienes todo el tiempo del mundo para averiguarla. Estás en la cárcel, y nunca saldrás de aquí.

Alas de carbón #ONC2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora