Capítulo 14- La verdad

16 5 0
                                    

Muchas generaciones atrás, Orkham vivía en paz. Varias razas de seres que se diferenciaban por el color de su pelo y ojos habitaban el planeta, pero solo una, la de ojos rosados y pelo blanco, tenía alas. Todos ellos ocupaban el territorio, sin divisiones geográficas ni de clases sociales. Se consideraban iguales a pesar de sus diferencias, y juntos crearon un mundo próspero y de abundancia. Había ciudades y pueblos, tecnología y conocimientos al alcance del que lo quisiera, paz y armonía. 

Pero un grupo de seres alados, que se consideraba mejor que el resto, comenzó un conflicto que terminó en guerra, una guerra en la que murieron muchos, y en la que ellos resultaron victoriosos. Para salir de la tierra, que quedó devastada, los vencedores y el resto de los seres alados, que habían abogado por la paz pero se transformaron en involuntarios enemigos de las razas sin alas, construyeron ciudades sobre mecanismos que las elevaron a gran altura, pero que produjeron un humo que envolvió parte del planeta en una capa de nubes grises y contaminantes. Se marcharon con la tecnología, los conocimientos, y con un secreto: sus hijos, producto de la mezcla de razas. Pero solo se llevaron a los que tenían alas; los otros, que también eran sus hijos pero habían nacido iguales a los vencidos, fueron abandonados abajo. Con el tiempo la superficie de Orkham se transformó en un lugar separado en jurisdicciones, con sus habitantes esclavizados y trabajando sin descanso para abastecer las necesidades de los de arriba, y dejaron de hablar de que alguna vez hubo una raza mixta, aunque no pudieron evitar que entre ellos siguieran naciendo niños Alas de carbón, de fuego, de oro, o de las razas de la Tierra con las que sus antepasados habían formado aquellas parejas que se deshicieron por la guerra. No podían esconderlos: a los doce años, esos niños iban a ser arrancados de sus familias, que tenían órdenes de no volver a nombrarlos bajo pena de perder sus permisos de trabajo.

Esa era la verdad: no éramos una nueva raza, sino los descendientes de los hijos que los del Aire habían tenido con los seres de la Tierra, despreciados y esclavizados en las ciudades flotantes por nuestros propios ancestros. Por eso nos habían borrado de los libros: para eliminar la única mancha que existía en la historia perfecta que habían inventado para ellos.

—Lo siento, Nilak —me dijo una de las mujeres del Aire, que no podía mirarme a los ojos después de revelarme semejante atrocidad—. No todos los olvidamos. Entre los que no apoyamos las acciones del gobierno existe una tradición oral en donde se habla de la raza mixta. Lo que hizo el Tribunal Supremo es horrible…

A mí se me habían terminado las lágrimas, no porque no tuviera una sospecha de que alguna relación teníamos con los del Aire, sino por la discriminación con la que nos habían tratado aún sabiendo quienes éramos. Por nuestras venas corría su misma sangre; ¿era tan difícil que por lo menos no nos despreciaran tanto? 

El hombre alado que me había perseguido cuando intenté huir suspiró mientras pasaba la mano por el mordisco que yo le había dejado.

—Lo siento… —musité—. ¿Duele?

—Un poco —confesó—. Tienes buenos dientes.

La broma aflojó la tensión de la charla, y la mujer que me había contado la verdad me tomó de la mano:

—¿Qué vas a hacer ahora, Nilak?

Yo solo quería una cosa:

—Tengo que salir de esta isla y volver a la Jurisdicción de los Mineros. Tengo que reunir al pueblo y decirles la verdad, para que ellos se la digan a todos.

—¡Pero eso es muy peligroso! ¡Los Supervisores andan merodeando por todas las jurisdicciones, y ahora deben estar vigilando más, tratando de encontrarte…! 

—Lo sé. —Por supuesto que sabía que me jugaba el cuello con mi decisión. Pero tenía que divulgar el secreto de los del Aire. La verdad, la única y cruel verdad, iba a liberar a mi pueblo—. Ustedes vuelvan antes de que alguien se dé cuenta de que están aquí. No se preocupen por mí —les dije, para tranquilizarlos—. No voy a hacer ninguna tontería. Pero necesito un último favor.

—Sí, claro. Lo que quieras…

—Necesito un mapa de Orkham.

                                     ***

Salí de la Jurisdicción de los pescadores escondida en un barco, que me llevó lo más cerca posible de tierra firme. El resto corría por mi cuenta: volar de pueblo en pueblo, escondiéndome en cuevas, montes, o en donde fuera, para contarles a todos los que me cruzara que sus hijos alados estaban vivos, y que había una esperanza, siempre y cuando se resistieran y no les dieran nada a los del Aire.

Al principio nadie me creyó; estaban tan acostumbrados a no tener voz, que no sabían hablar ni siquiera para lamentarse de su miseria. Cuando por fin llegué a la Jurisdicción de los Mineros y corrí a mi casa para encontrarme con la alegría de que mi madre aún estaba viva, y de que Ekhab podía caminar, conseguí en ellos a dos aliados incondicionales, que me ayudaron a convencer a la gente de que los seres del Aire no eran tantos ni tan poderosos, y que entre ellos también teníamos aliados.

Cuando atrapamos al primer Supervisor y lo encerramos en una cárcel improvisada, en donde quedó negro de tanto carbón que había en el aire, la gente de mi pueblo aulló su triunfo con las herramientas para arrancarle el sustento a la tierra en alto, como si fueran lanzas negras. 

Mis conciudadanos se armaron de coraje y se alzaron en pie de guerra, negándose a entregar su cuota de carbón y apresando a cuanto Supervisor se aparecía. Días después fueron a las jurisdicciones vecinas con cargas enormes del mineral para intercambiarlo por frutas, verduras, carne y toda clase de productos. Se acabaron las sopas que apenas los mantenían con vida, y sobrevino la fuerza física y una esperanza que contagió de a poco al resto de las jurisdicciones. 

Meses después nadie le daba nada a los del Aire; la mayoría se había quitado los chips, y tenían atrapados en sus cárceles a varios Supervisores. Los seres de la Tierra controlábamos nuestro hogar, pero faltaba algo muy importante: buscar la forma de liberar a la raza mixta. Eso tenía que hacerlo yo, la única que podía volar hasta la ciudad del Aire.

—¡Cuídate mucho, hija, por favor! —Mi madre me abrazó con fuerza,  tratando de no llorar. 

Ekhab no pudo contenerse: me había pedido que lo llevara, y por supuesto que me negué. Dos pasos más atrás estaba mi padre, tan fuerte que ya no usaba ramas para sostenerse, y tan arrepentido de sus acciones pasadas, que no pudo mirarme a la cara mientras me decía:

—Busca primero a Basham. Él te ayudará. Y cuídate: la ciudad del Aire debe estar hecha un caos.

—Sí, papá —le dije antes de elevarme rumbo a la capa de nubes oscurecida por la noche. No sabía si iba a ver a mi familia de nuevo, y traté de grabar sus caras en mi memoria antes de perderme en las alturas.     

Alas de carbón #ONC2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora