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"Era cierto: él no quería amar. Pero había una verdad todavía mayor que aquella: él no podía amar. No podía ser de nadie porque pertenecía a aquella culpa."
Federico Moccia.
Me he pasado la mayor parte de mi vida negando cualquier creencia respecto a la fe, a la religión, se me hacía tan banal ver a las personas arrodilladas frente a un dios que según mi propio criterio no existía, que ahora parece incluso un chiste que aquello se ha vuelto una rutina, que sentarme cada tarde a suplicar porque el universo y aquello mucho más grande que mi mismo tenga piedad de mi existencia y me arroje un salvavidas en este inmenso mar de dolor.
No sabría explicar cómo todo esto pasó, como aun con las pocas fuerzas para sostenerme en pie, me arrodille y pedí por que no permitiera que me lo quitara, como supliqué a Dios porque él volviera a la vida.
El que Facu pudiera salvarse aun cuando sus posibilidades eran nulas después de ser apuñalado cinco veces en el abdomen, es un verdadero milagro que no se puede atribuir a ninguna deidad que no sea ese Dios en que mi abuela tanto creía.
Sin embargo, nunca conté con que ese milagro, esa suplica pudiera costarme tanto, costarme un dolor irreparable que me escocé el alma, que me pone la piel caliente y quema en lugares en donde no sabía podía sentir.
Escucho el sonido de los golpes, aunque no pueda verlos y la taza entre mis manos se me desliza del pánico, aunque el sonido de los vidrios al romperse es atronador, no me asusta de la misma manera en que aquel ruido lo hace. Mis pasos acelerados cruzan el salón, mis manos a duras penas sosteniéndose contra la barandilla, mientras intento llegar antes de que todo sea peor.
Abro la puerta de la habitación y ahí está él, Facundo.
El amor de mi vida me mira con los ojos inyectados en sangre, sus pupilas dilatadas, sangre corriendo a borbotones de su frente. Me mira, pero no se detiene, su cabeza golpea una vez tras otra el armario y sus gritos descontrolados acompañan la escena de una manera incontrolable.
—Facundo, detente —susurro, abalanzándome con mi propio peso a detenerlo, pero sus movimientos son fuertes y no se detienen. Sus manos me agarran por los hombros, sacudiéndome, sus dedos apretándose contra mi cuello—. ¡Por dios!
Grito y sus lloros son lo único que puedo escuchar cuando se detiene, resignado se sienta a la cama, su espalda cayendo de golpe contra el colchón. Sus heridas en su abdomen siendo cubiertas por vendas están sangrando, manchadas de un líquido carmesí resplandecen por encima de su piel.
Intento alcanzarlo, pero cuando mis manos logran tocarlo, se mueve de golpe ante el dolor. Tuerzo el ceño, mi paciencia está llegando a su límite, es la tercera vez en el día que logro encontrarlo haciéndose daño, sus movimientos decididos buscando de cualquier manera provocarse el mayor daño posible.
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Los prejuicios de Facundo | Serie Épicos I
RomanceDOS CHICOS AMÁNDOSE. Cuando dos personas se aman, se forman poesías. Cuando dos músicos, amigos, casi hermanos, se aman, se forman melodías. Cuando esas dos personas comparten recuerdos, felicidades, tristezas: todo, incluso la vida, se forman ca...