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❝𝓘 𝔀𝓪𝓼 𝓶𝔂 𝓯𝓲𝓻𝓼𝓽 𝓿𝓲𝓬𝓽𝓲𝓶 𝓪𝓷𝓭 𝓷𝓸𝔀 𝓶𝔂 𝓸𝓷𝓵𝔂 𝓱𝓸𝓹𝓮❞
En el momento que sus ojos se adaptaron a la luz, sus pulmones ardieron con la intensidad de cada respiración y su cuerpo se retorció en brazos desconocidos—brazos que no deberían tocarla, que la asfixian y no hacen más que provocar que quiera arrancarse la piel de los huesos—Helaena grita.
Grita tan fuerte que los rugidos del más grande de los dragones de Valyria se quedaría corto, grita como un animal moribundo, grita hasta que su garganta está en carne viva.
Grita porque está viva.
Se suponía que después de la muerte no había vida. No había consciencia. Solo vacío. Inexistencia.
Y ahora está aquí, atrapada en el débil y frágil cuerpo de una recién nacida. Nuevamente atrapada en el cruel juego de los Dioses.
Helaena grita y llora porque ni siquiera muerta puede descansar, ni siquiera en el frío abrazo de la muerte puede dejar de pensar, de recordar.
De sangrar.
Los brazos ajenos, que ahora reconoce como una mujer mayor con los colores de la casa de los caballitos de mar, la sostienen como si temiera que se fuera a romper con el mínimo movimiento.
—Los pulmones más poderosos que he escuchado en todos mis años de experiencia, Princesa—. Helaena quiere arañar su rostro para que la suelte, quiere que la mujer la deje caer y acabe con su vida, esta vez para siempre. Solo quiere ir al vacío y podrirse en el hasta el fin de los tiempos.—Una niña saludable.
No distingue lo qué pasa a su alrededor como debería pero siente cuando los regordetes brazos de la mujer la depositan en un pecho cálido y nuevos brazos se aferran a ella de la misma forma que un niño pequeño a un juguete. Cálidos y amorosos pero ansiosos e inexpertos.
—Helaena—. Su nombre es pronunciado en un suspiro pero no es la voz de su madre quien lo dice, sino una más suave, más melódica. Llena de algo que no puede distinguir, algo que no sabe distinguir—Helaena, mi dulce Helaena.
Dulce. Mi dulce hermana Helaena. Reconocería ese apodo donde fuera.
Rhaenyra.
Alza su rostro lo más puede con la nueva gran dificultad de su nuevo cuerpo, demasiado frágil y nuevo en el mundo, para toparse con los orbes morados más brillantes que había conocido nunca. Más brillantes que los de cualquier joya preciosa que haya visto.
