Verdad no dicha.

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Mokita.

Origen kivila (Nueva Guinea).

«Aquella verdad de la que nadie habla, pero todos conocen»

En mi comunidad, hay verdades que reposan bajo la superficie de nuestras conversaciones diarias, pesadas como piedras en un río tranquilo.

Todos las conocemos, todos las sentimos, pero hay un acuerdo tácito, un pacto no escrito, de que ciertos temas son demasiado delicados, demasiado cargados, para ser expuestos al aire libre. A menudo, estas verdades tienen que ver con viejos conflictos, prejuicios arraigados o injusticias que se han perpetuado a través de las generaciones.

Abordar estos temas podría desenterrar dolor o discordia que muchos prefieren olvidar o ignorar, con la esperanza de que el silencio pueda servir como un bálsamo que, aunque no cura, al menos mantiene la paz superficial. Es un baile delicado entre el deseo de justicia o claridad y la necesidad de cohesión y tranquilidad comunal.

Este entendimiento tácito, aunque frustrante a veces, es visto por muchos como esencial para la armonía social, un precio pequeño a pagar por un bien mayor, aunque en momentos de reflexión, me pregunto si es realmente justo o simplemente conveniente.

Ahora yo pertenezco como uno de los protagonistas de ese silencio.

Pasaron unos días después de ese encuentro espiritual con la naturaleza; ese bosque frío y frondoso que me envolvió aquella noche de diciembre, me brindo una tranquilidad interior que me permite perdonar paulatinamente tanto a las demás personas que me dañaron, como a mí mismo.

Pero eso no quita el hecho de lo que sucedió y que se esparció como la pólvora. Puedo sentir las miradas de lástima que la gente dirige sobre mí cuando camino por primera vez hacia la ciudad de nuevo; recuerdo todos esos chismes que se comparten detrás de la espalda del protagónico, pero que jamás se dicen en su cara; ahora soy uno de ellos.

Mi garganta se cierra como un torniquete cuando un compañero de la escuela, al cual diviso desde la lejanía, posa su compasiva mirada en mí, como si viera a un perro callejero que se le ha negado la comida, agua y amor durante mucho tiempo, a punto de morir. Siento irremediablemente las ganas de llorar, empujando por mi cuerpo en busca de una salida; no lo permito, pero todavía escalofríos recorren mi cuerpo y erizan mi piel.

Nos quedamos viendo unos largos segundos de esa incómoda y triste manera; es palpable su pesar por mi situación y yo solo sé que quiero huir, volver al pasado y desear no haber nacido. El ceño de mi compañero de clase se frunce un microsegundo, antes de apartar su atención de mí y alejarse rápidamente.

Esto me estruja más el corazón de lo que temo; ahora me siento como un ciervo que fue mutilado y expuesto en un escaparate de exhibición y todos pueden verlo cómo quieran: sorna, burla, tristeza, lástima o dolor. No lo soporto. Es como tener miles de ojos invisibles sobre mi espalda, acechándome... Cazándome... Juzgándome; juzgándome por un crimen que yo no cometí. Yo no fui quién decidió engañar a su madre o novia; yo no cometí ese acto brutal.

El pánico me invade. Me siento mareado y sin rumbo. Es como si de repente, cada persona en este lugar dirigiera su mirada hacia mí, sus ojos como reflectores que iluminan cada uno de mis defectos, cada error que he cometido. Siento como si cada susurro y cada risa a mis espaldas fuese un juicio, condenándome a vivir en una vergüenza eterna. Esta sensación irracional de estar siendo observado y evaluado se intensifica hasta que el miedo me consume completamente, nublando mi capacidad para pensar con claridad o actuar con normalidad.

En estos momentos, el mundo se reduce a una cámara de eco de mis peores temores. El simple acto de mantenerme en pie se convierte en una tarea hercúlea; mi corazón late con fuerza, amenazando con escapar de mi pecho. Cada respiración es corta y rápida, y me esfuerzo por encontrar algo de aire que parezca fresco.

Hermosamente caótico « lgbt »Donde viven las historias. Descúbrelo ahora