Alguna vez amé.

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Razljubit. 

Origen ruso. 

«El sentimiento que tienes por alguien que alguna vez amaste»

Sentado aquí, sobre un tronco cubierto de musgo en el claro del bosque, contemplo la nieve iluminada por la luz de la luna, cada copo reflejando su brillo como si fueran pequeños espejos del cielo. La noche, serena y gélida, me abraza con su quietud, ofreciéndome un espacio para reflexionar sobre los cambios sutiles y profundos en mis sentimientos hacia ella.

Una vez, amar a Zoe fue como respirar: natural, esencial, inconcebible estar sin ello. Pero ahora, mientras observo la luna y su reflejo en el espejo de agua helada del estanque, siento cómo ese amor que inflamaba mi ser se ha ido disipando, desvaneciéndose como el vapor en el aire frío de invierno. No fue un momento, no fue un evento; fue una serie de días que se acumularon, pesados como la nieve en las ramas de los árboles.

Ahora me doy cuenta de que este desapego emocional se ha instalado gradualmente. Comenzó con la duda, una pequeña semilla plantada en mi corazón que germinó en los momentos de soledad. Cada pequeña decepción, cada discrepancia que antes pasaba por alto, empezó a tomar forma, coloreando los recuerdos felices con tonos más oscuros, más tristes.

Sentado en este tronco, siento la textura del musgo bajo mis manos, fresco y vivo, contrastando con el entumecimiento que crece dentro de mí. Reflexiono sobre cómo el amor, tan vibrante y lleno de vida, puede transformarse en algo tan tranquilo y distante. Es como observar el paisaje invernal: lo que una vez fue un torrente de emociones ahora es un lago helado, quieto y reflexivo.

Es extraño cómo la mente puede aferrarse a los fragmentos de amor que quedan, incluso cuando el corazón comienza a soltarlos. Pienso en los momentos compartidos, en las risas y en los sueños, y me pregunto cómo algo tan integral a mi vida puede desvanecerse en la vastedad de mi ser, como la nieve que se funde en la tierra al llegar la primavera.

Con la gélida noche congelando mi piel y mi corazón, cada recuerdo que tengo de Zoe se ve ahora ennegrecido por el conocimiento de su engaño. Antes, cada sonrisa suya, cada gesto, encendía en mi corazón una chispa de alegría pura, un palpitar emocionado que me llenaba de vida y esperanza; pero desde que descubrí la verdad, esos mismos recuerdos se han transformado en una serie de imágenes oscurecidas por la duda y el dolor.

Al recordar los momentos que pasamos juntos, ahora me encuentro cuestionando cada risa compartida, cada conversación íntima. ¿Fueron genuinos esos momentos o había ya secretos escondidos detrás de su sonrisa? Cada vez que ella reía y yo me sentía el hombre más afortunado del mundo, ¿había en su mente un pensamiento oculto, una mentira no dicha? Es esta incertidumbre la que tiñe de gris los recuerdos que una vez colorearon mi vida.

Con cada revelación de su traición, se oscurece más el pasado. Las dudas se acumulan como nubes de tormenta, ensombreciendo mi capacidad de ver nuestros momentos juntos sin un velo de tristeza y traición. Me siento como si estuviera revisando un álbum de fotografías donde cada imagen, una vez brillante y alegre, ahora revela sombras que no había notado antes.

Cada sonrisa de Zoe, que antes me hacía palpitar el corazón de felicidad, ahora me provoca un dolor sordo, un eco de lo que una vez fue y que nunca volverá a ser. El corazón, una vez receptivo y lleno de amor, ahora se siente cauto, protegido por un muro que se ha construido lentamente con cada recuerdo manchado por la desilusión.

Mientras la noche avanza y el silencio del bosque me envuelve, mis pensamientos también.

Amelia.

El sentimiento amargo hacia ella, mi madre... La que era mi madre, se entrelaza profundamente con cada fibra de mi ser. Crecí bajo la creencia de que su amor era tan incondicional como el sol que sale cada mañana, firme y devoto, un faro constante en mi vida. Amelia siempre había sido mi refugio seguro, la persona a quien podía acudir en cualquier momento, confiado en que sus brazos estarían abiertos y su corazón dispuesto a escuchar y consolar.

Pero al descubrir su traición, esa imagen se desmoronó como un castillo de arena arrasado por una ola implacable. La verdad emergió como una tormenta, oscureciendo el cielo que una vez pensé inmutable y revelando una realidad fría y cruda. El conocimiento de que había algo más detrás de su mirada cariñosa y sus consejos aparentemente sinceros me hizo cuestionar cada momento compartido, cada palabra y cada gesto de amor que creí recibir.

El amor que pensé que era incondicional ahora parece una fachada, una mentira elaborada que viví sin saberlo. La amargura que siento no es solo por el acto de traición en sí, sino por la pérdida de lo que consideraba uno de los pilares más fundamentales de mi vida: la confianza y la seguridad que el amor de una madre supuestamente debería proporcionar.

Me siento traicionado no solo en el contexto de una relación madre-hijo, sino en un nivel más profundo y personal. El dolor se siente como una traición a la confianza que deposité en ella desde mi más tierna infancia, un contrato no escrito de apoyo mutuo y comprensión que fue roto unilateralmente. La amargura se filtra en los recuerdos de momentos felices, tiñéndolos con la realidad de que esos tiempos estaban entrelazados con secretos y engaños.

Es un duelo no solo por la relación que tuvimos, sino por la madre que pensé que conocía y amaba. Aceptar que esa versión de Amelia quizás nunca fue real es una verdad dolorosa que aún estoy aprendiendo a soportar. 

Sentado en la quietud del bosque, reflexionando sobre el paisaje cambiante de mi vida, encuentro que este sentimiento amargo hacia ellas no desaparecerá tan fácilmente.

Exhalo, mi aliento se libera en una nube cálida y vaporosa que se eleva y se disipa en el ambiente helado. Es un contraste palpable, casi táctil, entre el calor de mi cuerpo y el frío del mundo exterior. Veo mi respiración transformarse en un velo de vapor que se desvanece rápidamente en el aire nocturno, una pequeña muestra de vida y calor en un mundo que parece detenido por el frío.

 El vapor que sale de mi boca ilumina brevemente el espacio delante de mí, iluminado por la luz de la luna y las estrellas, antes de desaparecer, como si nunca hubiera existido. Este acto de respirar, tan simple y esencial, se siente más intencionado y profundo aquí en la soledad de la noche; un ciclo de calidez y disipación que se convierte en una meditación, un ritmo calmante que acompaña mis pensamientos,

Poco a poco, las emociones empiezan a asentarse con el pasar de las horas y una nueva claridad emerge. Recuerdo y reflexiono sobre las palabras de mi padre, dándome cuenta de que su amor y apoyo son algo que me ayudara, pero también entiendo que esta batalla por encontrar la paz interior es algo que debo enfrentar por mi cuenta.

Aquí, en medio de la nada, fría y oscura, encuentro el coraje para perdonarlas, no solo a las dos personas que alguna vez amé y me hirieron, sino también a mí mismo por permitir que el dolor me definiera. Suspiro profundamente.

Después de lo que parece una eternidad, abro los ojos y miro alrededor. El bosque no ha cambiado, pero yo sí. Me levanto, sintiendo un peso menos en el alma, decidido a volver a casa no solo para disfrutar del ratatouille de mi padre, sino también para comenzar a reconstruir mi vida, con nuevas fuerzas y renovada esperanza.

El camino de vuelta se siente diferente. Aunque sé que el proceso de curación acaba de comenzar y habrá días difíciles, con un espíritu más ligero y una sonrisa tímida, regreso, listo para enfrentar lo que venga con un renovado sentido de propósito.

En camino hacia la casa, a unos pocos metros de llegar a la entrada del bosque y visualizando la cabaña, me encuentro a mi padre, quien corre inmediatamente hacia mí y me envuelve en un cálido abrazo. No he notado lo frío que se siente mi cuerpo hasta que él me sujeta en sus brazos.

Con la mente distante, le regreso el gesto.

—¡Arthur, estaba tan preocupado por ti! —Escucho la genuina preocupación en su voz y levanto mi cabeza de su pecho para vislumbrar los ojos marrones claro, llenos de emociones cálidas hacia mí. Nos quedamos unos segundos así, mis heterocromáticos ojos contra los suyos.

—Lo siento, papá —suelto por fin, escondiendo de nuevo mi ser en su pecho—. Salí para refrescar mi mente y no me di cuenta en qué momento se me hizo tarde.

—¿Eres consciente que son más de las dos de la madrugada y estamos a cero grados Fahrenheit? —Pregunta con regaño; aun así, me aprieta más y acaricia mi cabello, rascando ligeramente el cuero cabelludo. Yo solo niego con la cabeza y me quedo en silencio, apreciando este hermoso momento con él, que suspira y deposita un pequeño beso en mi coronilla—. Vamos adentro, Arthur, necesitas entrar en calor y comer. La ratatouille me quedó como te gusta.

Sonrío y asiento, envuelto en su calor.

Hermosamente caótico « lgbt »Donde viven las historias. Descúbrelo ahora