Capítulo 2. Poca guita, grandes pibes

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Dos decisiones tomaría mi madre tras poner pie de nuevo en Argentina. Una, tremendamente acertada. ¿La otra...?, digamos que así era todo con ella. Una de cal y otra de arena, aunque casi siempre me costaba descubrir cuál era cuál. ¿Lo sabe alguien en realidad?

Nos trasladamos a Bolsón, donde ya habíamos vivido en periodos intermitentes antes de viajar a España. Y sin embargo, esta vez fue diferente. Esta vez permanecimos allí durante cuatro años completos y, a pesar de que sí cambié de colegio en alguna que otra ocasión, no lo hice de amigos. Fueron los mejores recuerdos que Argentina me regalaría jamás. Bolsón y ellos. Así que sí, el mudarnos a ese pueblito mágico terminó convirtiéndose en una idea estupenda, la mejor que mi madre podría haber tomado jamás. En cambio..., la otra no lo fue, sencillamente. Con el dinero que consiguió al vender el coche que había estado utilizando en Huelva, ella decidió construir una casa. Sí. Tal cual. ¿Cómo resultó? Si alguna vez has tenido vehículo propio y no ha sido un Ferrari o un Porsche, creo que la respuesta podrás descubrirla por tu cuenta. No. No era dinero suficiente para una casa, ni de lejos. A mitad de obra, cuando aún faltaban un par de paredes y todo el techo, se acabó, así, sin más. No había ni una moneda que pudiésemos invertir. Quién lo habría visto venir, ¿verdad?

Si mi familia hubiese sido «normal» en algo, lo que como ya he ido anticipando nunca fue nuestro fuerte, habría habido familiares a quienes pedir cobijo en momentos de necesidad; pero no. Ni tíos, primos o abuelos a los que acudir. Y los que había..., en fin, estaban demasiado lejos o demasiado distanciados de nuestros padres como para contactar con ellos.

Así fue como terminamos los tres viviendo en una tienda de campaña —o carpa—, en el jardín trasero de una casa a medio construir. Pero hey, esta no es una historia para entristecer a nadie. Porque no, no había dinero; aunque por una vez tenía algo más importante, algo fundamental. Tenía amigos. Y amigos de verdad.

Leo y Martín eran tan dispares como la noche y el día. Al menos de primeras. Martín, o Tincho —pues así es como decimos en Argentina a quienes se llaman así—, era alto y rubio, algo introvertido cuando no lo conocías y misterioso. Tenía dos años más que yo y lo terminaría considerando mi hermano mayor. Leo era bajito y moreno, extrovertido y dispuesto a hacerte cavilar y pasarse horas debatiendo sobre todo y nada, sobre el origen del universo o el porqué era buena idea comerse antes las papas que la milanesa, para justo después darte argumentos de lo contrario y dejarte sin saber qué pensar, ni qué comer.

Thiago, por otro lado, era músico y dulce, tímido pero a la vez preparado para dejarse llevar por reflexiones y opiniones que nunca hubiera concebido en un primer momento, aceptando que cambiar de idea estaba bien, más que bien, y que lo que sabía en un momento podía no importar demasiado si aprendía algo más. Era pelirrojo, o colorado como decíamos nosotros —y todo argentino que se precie de considerarse como tal—, y sus canciones siempre guardan un lugar especial en mis recuerdos.

Por último, estaba María. Y no. No era la única chica en una pandilla de chicos. No era ese personaje femenino que representa a todo un género y que incluyes en el grupo para parecer moderno y a la vez poder decir a diestro y siniestro que ella no es «como las demás». No. No haré eso. Respeto demasiado a las mujeres para eso. En realidad, María no era del grupo. Los pibes éramos nosotros y en líos nos metíamos nosotros. Ella..., ella fue otra cosa. Una cosa breve y muy bonita. Pero, claro, en aquel momento yo aún no lo sabía.

—¿Cuánto falta? —preguntó Thiago.

—No mucho —contestó Tincho sin desviar la vista de la ventana. Era una mañana de sábado e íbamos en autobús —o bondi— camino de Lago Puelo. Tincho se sentaba a mi lado sin preguntar, como si fuese natural que el hermano mayor acompañase al más pequeño, y a mí me hacía sentir especial. Lo conocí gracias a Thiago. Ellos eran amigos desde hacía años, las ventajas de vivir en la misma casa toda la vida y poder entablar relación con los vecinos y sus hijos. Esas cosas tan sencillas a mí siempre me han parecido fascinantes.

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