Capítulo 1. No hagas lo que no te gustaría que te hiciesen. Pero al revés

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Si esperáis que empiece, aquí y ahora, a escribir sobre mi vida, quién fui y cómo crecí; siento decepcionaros; eso, mejor, se lo dejamos a Andreas. En cambio, diré lo siguiente: Manolo era un auténtico tocapelotas. Pedí permiso a Gregorio para organizar las jornadas de bienvenida. Bueno, quizá no le expliqué con todo lujo de detalles que iba a dibujar unos carteles chulísimos y a pasarlos por debajo de las puertas; pero sí le describí el panorama en términos generales y me dio vía libre. El conserje debería haberse comunicado más con su jefe, en vez de tirar a la basura todo mi esfuerzo. Literalmente.

Pero bueno, a grandes males, grandes remedios. Exacto, fuimos puerta a puerta. A todos aquellos que sabíamos que no habían recibido la información a tiempo. Creo que los panfletos solo sobrevivieron, por los pelos, en las habitaciones de la cuarta planta. Por algo era la mejor. Y no lo digo porque yo viviese allí. Bueno, quizá sí.

Así que ahí estaba, a las nueve de la noche frente a los aparcamientos de la residencia, con unas cincuenta personas mirándome con una mezcla de curiosidad, leve nerviosismo o puro aburrimiento. ¿Sabéis que pensé en ese mismo instante? Que debería haberme puesto la otra camiseta, la blanca. Sin duda me quedaba mejor... Y es que así somos los humanos, ¿qué otra cosa podemos esperar a fin de cuentas?

Respiré hondo y sonreí. ¿Por qué?, ¿por qué me tomaba tantas molestias? Fácil. Porque no lo habían hecho conmigo. Mi primer año en la universidad fue... entretenido, cómodo, fácil. Pero no son esos los adjetivos que una espera en una nueva y excitante etapa en su vida, ¿no es cierto? Bueno, al menos no eran los que esperaba yo. Así que cuando nadie me llenó de harina o me llevó por Sevilla con un calcetín de cada color y una camiseta puesta del revés sentí cierta envidia de a quienes sí se lo hicieron.

Por suerte, tenía un mantra de vida que ya había decidido llevar a la fase de ejecución hacía algún tiempo: si nadie lo hace, hazlo tú. Y eso nos conduciría hasta el año siguiente, hasta ese aparcamiento y a todos los novatos contemplándome y esperando lo que fuese que yo quisiese decir.

Mentiría si afirmase que todavía hoy recuerdo las caras, nombres o destrezas de cada uno de ellos, o de alguno siquiera. ¿Honestamente? Solo me vienen a la memoria dos cosas: que uno de los chavales, un completo adonis, se presentó por allí el primer día y no volvió a aparecer jamás —mis juegos no serían lo suficientemente entretenidos para él, «su pérdida, no la mía» dijo ella con un resentimiento evidente—; y que la seguridad de la universidad Pablo de Olavide nos llamó la atención por tener a medio centenar de chicos y chicas corriendo por el campus. Porque sí, nuestra residencia estaba en el campus universitario. Lo que, a una novata como la yo fui, le supuso un hándicap enorme, sobre todo si el metro para llegar al centro de Sevilla termina a las once; pero que, en cambio, a esa veterana experta y diligente en quien me había convertido le venía estupendamente. ¿Por qué? Aprovechamos la oportunidad de la lejanía y la falta de vecinos molestos —o que pudiesen llamar a la policía— para no sentir los límites del civismo y la educación ciudadana y hacer, básicamente, lo que nos apeteciera. Solo había una norma: quedarnos en la residencia o en su aparcamiento, pues la universidad estaba cerrada de noche. Esa regla la aprenderíamos aquel primer día y lo tendríamos en cuenta todos los años que siguieron.

¿Que cómo fue la noche? Dejando a un lado el momento en que a mitad de la primera prueba mis pequeños novatillos tuvieron que darse la vuelta y volver al punto de inicio y que las tarjetas que yo había pegado durante el día por todo el campus con pruebas y adivinanzas se quedaron perdidas y desperdigadas por la universidad durante meses, fue bien. ¿Espectacular? No, tendríamos que llegar a Halloween para eso; pero terminé contenta, satisfecha. Y en realidad, terminar lo que se dice terminar, terminamos la mayoría de nosotros en la habitación de un novato, hablando, riendo y, por extraño y aleatorio que suene, pintándonos con un permanente negro los brazos y las piernas. No fue la mejor idea —ni siquiera sé si encajaría en la definición de «idea» o «estupidez»—, sobre todo porque al día siguiente todos teníamos clase, algunos por primera vez y con la consecuente primera impresión. Sin embargo, en su momento no nos importó demasiado. Y menos mal. Gracias a esas pintarrajeadas corporales subí una foto aquella noche a las redes y, años más tarde, me sirvió para saber qué día había conocido a Andreas. Sí, efectivamente, un catorce de septiembre de 2014. No miento. No os mentiría sobre algo tan serio como eso. ¿Sobre que marqué todos los goles en el partido de veteranos contra novatos del martes siguiente? Quizá. Pero no sobre eso. Nunca sobre catorce.

CATORCEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora