Capítulo 4. Palo y adentro

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Nunca se me dio bien vomitar. «Pero, Andreas, ¿a quién se le da bien vomitar?». No lo sé. Pero he visto a amigos hacerlo borrachos como si fuera lo más fácil del mundo. Vomitar y a dormir. Vomitar y a bailar. ¡Vomitar y a beber! ¡Por Messi! Yo vomito y siento como si exprimiese mi cuerpo entero por la boca. No es agradable, no. Ni para mí, ni para quien me ve —o me escucha—. Que... ¿por qué tanta reflexión sobre el vómito? Pregúntaselo a Manu, que tuvo que palmearme la espalda en más de una ocasión mientras vomitaba en una esquina.

—¿Qué le pasa a Andreas? —preguntó el entrenador.

—Desayunó mucho —respondió Tincho. Yo intenté bufar en protesta. Eso no era cierto. No había desayunado nada. Eran esas carreras infernales, ¿quién querría salir a correr a las siete de la mañana? Pensé en María y mi entereza flaqueó de nuevo. Me gustaba sí, pero no estaba seguro de si merecía la pena, o el vómito. Suspiré e intenté incorporarme despacio. Los muchachos corrían dando vueltas a un pequeño campo y un árbol cercano me invitaba a sentarme bajo él. Entonces escuché su voz de nuevo:

—Andreas, ¿ya estás mejor? Estupendo, llevás catorce vueltas de retraso.

Contuve el impulso de mirar al entrenador con todo el malestar que se me había acumulado en las entrañas mientras vomitaba y respiré hondo. No era mal tipo, se preocupaba por nosotros e incluso nos invitaba a comer después de algunos entrenamientos; pero era estricto y el más exigente, demasiado. Demasiado para chavales dieciséis años. Demasiado para mí que aún tenía catorce.

—Dale, entrenador, no lo fuerce así; va a terminar temiendo los entrenamientos —replicó Manu. Al muchacho le había costado tanto convencerme para venir estas semanas que siempre estaba preocupado de que me rindiera. Y siendo sincero, tenía razones para preocuparse...

—¿Tenés miedo, nene? —preguntó el hombre con rostro impertérrito. Le sostuve la mirada como pude y negué con la cabeza, intimidado—. Más te vale, hay mucho futuro acá como para que lo dejés.

Abrí mucho los ojos pero no dije nada. Era la primera vez que el entrenador alababa mi destreza deportiva. Llevaba tres meses y medio entrenando con ellos y yo sentía que había mejorado mucho. Aunque claro, mi perspectiva no era la más objetiva... Ya lo decía Kvothe: «la música suena diferente para el que la interpreta. Es la maldición de los músicos». No he sido nunca tan bueno con la guitarra como para considerarme «músico», pero creo que esa frase tiene más aplicaciones que la que se lee explícitamente en las páginas de «El nombre del viento». Lo que hacemos, casi nunca se corresponde con lo que los demás ven o experimentan. O, al menos, así lo he sentido yo toda mi vida. Puedes esforzarte muchísimo en algo y que el mundo no lo perciba con esa intensidad. Y puedes llevar a cabo otra cosa con una facilidad sobrecogedora que en cambio transcienda en la conciencia de quienes te rodean. Y nunca será culpa tuya, ni de ellos, ni del «algo» o la «otra cosa»; será percepción y vivencia, será la manera que tenemos cada uno de comprender la vida.

Así que sí, yo veía que saltaba alto, remataba bien y bloqueaba todavía mejor; pero en parte me preguntaba si los demás lo veían también. Sobre todo por el poco tiempo que llevaba con ellos. No me habían mandado a entrenar con los de mi año y no parecía importarles que en realidad yo no perteneciese a esa categoría; pero eso había sido todo. Hasta ahora. Ahora el entrenador acababa de decir, no solo que no lo hacía mal, sino que lo hacía bien, «demasiado bien». Y sonreí. Con la cara pálida, el estómago revuelto y los ojos brillosos después de tanto vomitar; sonreí. Y seguí entrenando con ellos, seguí corriendo y completé las catorce vueltas que me faltaban. Así pasarían otros tres meses y medio. Hasta que llegó la temporada de los campeonatos.


María no había vuelto a cruzarse en mi camino, al menos no lo suficientemente cerca como para poder entablar con ella más de unas pocas palabras. Iba a ver a su hermano jugar los partidos y, por tanto, también iba a verme a mí; pero para cuando salía del vestuario, ya se había marchado. Y los meses fueron pasando. Por eso, cuando la vi en la esquina de una de las discotecas —o boliches—, que solíamos frecuentar los pibes y yo, no supe cómo reaccionar ni qué decir. Menos aun cuando se acercó a hablar conmigo.

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