Los funerales siempre me han parecido una cosa rarísima. O al menos los funerales españoles. Porque, pese a ser argentino y sentirme en España a veces como un extraterrestre, nunca he ido a ninguno en mi tierra natal. Así que aquel, en Huelva, fue mi primero. Y fue terrible. Quizá porque era un chaval joven. Quizá porque su madre lloraba desconsoladamente abrazando a su otra hija. O quizá porque había sido tan imprevisible como que Messi terminase sus años jugando en Miami. Pisaron una mina y el convoy que conducía voló por los aires. Eso fue todo.
«Pero Andreas, los funerales deben ser así, tristes, en un ambiente silencioso y cargado de una pena en la que cuesta respirar». Sí, lo entiendo. Sé cómo deben ser. No es eso por lo que me parecen raros. Lo que me resulta extraño es que personas que no han tenido contacto con el fallecido en... ¡años! estén allí, vestidos de traje y más angustiados que sus amigos, que su familia, que yo.
—En la de mi abuelo fue igual —aseguró Antonio. Le había pedido perdón, a él y a todos en realidad, y en el momento en que descubrieron la razón oculta tras mi borrachera improvisada no quedó nada que perdonar, eso dijeron al menos. Incluso Noe. No se separó del brazo de Abel durante toda la ceremonia, como si la muerte le produjese un terror intangible que no sabía controlar. Quizá eso estuviera relacionado con su constante deseo de experimentarlo todo, de salir cada noche, de pasarlo en grande. Mi amigo volvió a hablar y me giré hacia él. Me escocieron los ojos cuando pestañeé, no había dormido mucho aquella noche—. Se presentaron unos primos que nadie sabía de quiénes eran familia y los bisnietos de la hermana de mi abuela se acercaron a darme el pésame. ¿Yo no los conocía sabes? —Se encogió de hombros y le dijo algo a Ana, que se abanicaba en silencio, pensativa.
Eso es lo que no entendía y sigo sin entender a día de hoy. «Andreas, pero es para honrar la memoria del fallecido». Sí, tendría sentido si fuese alguien con poca familia, sin hijos ni amigos. Ahí comprendería que los primos de a saber quién quisieran asegurarse de que el tanatorio no estuviera vacío, hueco. Pero ¿en aquel caso? Lo cabía un alfiler en la iglesia, todos sudaban y las personas ocupaban pasillos, esquinas y cualquier pared posible a nuestro alrededor. ¿Por qué estaban ellos allí?
¿Sabes? Si me pides que acuda a tu funeral, lo haré. Si éramos amigos, o familia, o importante para ti y los tuyos; estaré allí el primero y abrazaré a tu madre, consolaré a tus hermanos. Lloraré con tus hijos. Pero si no te hablabas conmigo, si no me llamabas nunca, si no nos habíamos visto en años; no vengas. Simplemente no lo hagas. No cargues a los míos con la obligación forzosa de tener que estar pendiente de ti, con la presión de no poder llorar alto, gritar o derrumbarse por estar rodeados de extraños. No lo digo por mí. En realidad lo digo por ellos, porque algunos de los míos lo piden cuando hablamos de estas cosas. Y cuando muera, cuando me vaya; no habrá nada de mí para honrar. Solo estarán ellos, su desdicha y su pena. Su pérdida. Así que, si quieres honrar mi vida, ven a verme en vida; llámame, invítame a una caña, cuéntame sobre tu nuevo trabajo... celebra tu vida conmigo.
Si solo vas a llamar para darme el pésame, no lo hagas. Entiendo la tradición, entiendo el trasfondo, entiendo a quienes da paz y cierta firmeza. No a mí, tampoco a los míos, sobre todo no a ella. Así que si eres lo suficientemente extraño como para dudar de si lo eres, si algo me pasase, no llames. Deja que quienes sí deben hacerlo estén. Hónrame así y estaré eternamente agradecido.
***
Pensar en la muerte nunca es agradable, aunque a mí no me resulta especialmente angustioso, no del todo. Me toco el brazo a la altura del bíceps donde mi tatuaje se oculta tras una camisa fina, ese reloj roto, ese paso del tiempo detenido. Puede parecer lo mismo, aunque para mí no lo es. No en realidad. Lo he debatido con Leo muchas veces. No me angustia la muerte, pero sí me inquieta el transcurso de las cosas, las oportunidades perdidas, o la juventud que ya no regresa y que no regresará jamás. Eso me erizaba el vello de la nuca de tanto en tanto, sobre todo cuando era más joven y quizá tuviera más en común con Noe y sus miedos de lo que quisiese admitir. De no disfrutar, aunque no de la muerte. Sacudo la cabeza y me pongo los ojos en blanco a mí mismo. Esa preocupación me agitaba más que cualquier otra cosa. Sobre todo a mis veinte. Y quizá algunos años más tarde también. ¿Ahora? Ya no me pesa tanto. Y es una suerte. Ahí es cuando disfrutas de verdad. Cuando todos tus sentidos pueden estar centrados en el ahora, sea el que sea.
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CATORCE
Romance¿Conoces esa sensación en la que el corazón parece querer salirse del pecho y un sudor frío te recorre la espalda, la mente se vacía y todos los instintos ruegan a la vez y a voz en grito que salgas corriendo sin mirar atrás? Yo he experimentado eso...