Capítulo 2. El que dijo aquello no sabía lo que era volar*

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*Nombre real del capítulo pero demasiado largo para las reglas de esta plataforma: Capítulo 2. El que dijo que más valía pájaro en mano que ciento volando no sabía lo que era volar


Estar en pareja siempre ha sido para mí tan natural como los lunares en mi piel. Así que, cuando mi novio del instituto rompió conmigo dos semanas después de empezar la universidad, me sentí desubicada y confusa. Aunque, y pese a que no me di cuenta en su momento, algo parecido al alivio se escondió en algún lugar bajo mis costillas. Estábamos bien —todo lo bien que pueden estar dos personas que están a punto de dejarlo—. Y no hubo traiciones ni grandes dramas. Él quería vivir la etapa universitaria con todo lo que esta podía ofrecer. Ciudad nueva, amigos nuevos, experiencias nuevas. Tenía sentido. Lo tenía, de verdad. Y creo que por eso a la ruptura la acompañó el alivio. ¿Me dolió? ¡Por supuesto! Formábamos una pareja lindísima, en tres años casi no discutimos y nuestros mayores conflictos eran dónde ir a cenar o si vernos a una hora u otra. Pero, en fin, también era cierto que había mucho por vivir, por sentir, por ser. Lo comprendí y lo comprendo, ya me doliera más o menos.

Por lo que no le guardé rencor. Ni se lo guardo a día de hoy, por supuesto. Es más, me encantaría descubrir cómo le va, si es feliz y qué ha sido de su vida. Lo intenté un par de veces, lo de mantener el contacto quiero decir; pero no pudo ser. Creo que, en ese aspecto concreto, sí éramos más dispares. Pero bueno, quizá le escriba uno de estos días, ha pasado mucho tiempo y, ¿quién sabe?, tal vez nuestra amistad pueda renovarse al fin. O tal vez lea estas palabras y él mismo se anime a ello.

La cuestión es que estar en pareja encajaba conmigo, pero durante mi primer año de universidad me hallaba en el lado contrario, en el mundo de los solteros; y eso sí que se me daba mal. Fatal. Aun a día de hoy soy un completo fiasco —aunque sé que hay al menos una persona que dirá que no es cierto. Y no, no es Andreas. Esa persona se equivoca—.

No sé exactamente qué me sucede o por qué lo hago, pero cuando alguien me gusta, me muestro más fría que cuando no. Lo que conlleva dos situaciones que se repiten en el continuo espacio tiempo de mi vida y que cualquiera diría que a estas alturas debería haber aprendido a manejar: quien no me gusta piensa que sí, y no siempre es culpa mía, la gente confunde atracción con educación y cordialidad —no, Marcos, la cajera no te sonríe porque quiera contigo, solo hace su trabajo—; y, en cambio, quien sí me gusta piensa que no —¿cómo no lo va a pensar, si soy más distante, brusca y estoy más tensa que con los demás?—. En mi defensa diré que mi concepto de «fría» es diferente del vuestro posiblemente. Cuando digo fría quiero decir que de usual puedo ser un té caliente en verano en Sevilla y al gustarme alguien paso a ser esa botella de agua que has dejado fuera de la nevera en la playa. No soy puro hielo, ni borde, ni hago muecas o me alejo. Pero sí que desaparece esa sonrisa de oreja a oreja, ese entusiasmo desmedido y esa voluntad de fuego. ¿Por qué? Mi psicóloga diría, y es más que posible que tenga razón, que es ese recelo estúpido —esta palabra es mía no suya— a que se me noten las segundas intenciones, el anhelo; en fin, un miedo a la vulnerabilidad y al rechazo de manual. Como si querer a alguien te hiciera vulnerable, ¿verdad? Como si esa vulnerabilidad no fuera la más bonita que existe... Que sí, ya lo sé, no hay quién me entienda. Pero... ¿no sentimos eso todos? ¿Ah no? ¿Solo yo? Mierda.


¿A qué voy con todo esto? Pues a meteros en contexto. Durante un año no había salido del banquillo de los solteros. ¿Que por qué digo banquillo como si la soltería fuera un jugador de segunda? Porque yo sí quería salir a jugar. No quería estar soltera. Ansiaba vivir, experimentar, sentir de dónde había venido ese alivio y hasta dónde me podía llevar. Y no quería estar sola —preciso, mi psicóloga siempre dice que es importante—: no sabía estar sola. ¡Por Kaladin!, ¡no quisiesen los miembros del puente cuatro que fuese yo a quedarme sola conmigo misma! Creo que por aquella época Andreas y yo éramos iguales —aunque si le preguntas a él seguirá sin ver el parecido—: El joven argentino no deseaba un compañero de habitación, pero no soportaba la soledad; yo buscaba siempre tantas oportunidades para hacer cosas, que tumbarme en calma y paz a descansar parecía una pérdida de tiempo. Y por eso pasaba todos mis ratos en su habitación. Por eso me guardó en su teléfono con las letras «NHV», lo que me tradujo como: «No hablemos, visítame». ¿Habéis sonreído? Yo lo hice también. Y ahí estaba el problema. El bloque de hielo que empezaba a formarse y la tensión que jugaba a acumularse sobre mis hombros. Aunque yo me esforzaba con uñas y dientes en negarlo. «No, el muchacho argentino y yo solo somos amigos». «No, si él liga un montón». «No, encima es más pequeño». «¡Que no! ¡Que no me gusta, joder!» Ya... Y yo me lo creí. Os lo juro. Mi psicóloga —si me hubiera conocido por aquel entonces—, habría sacudido la cabeza y puesto los ojos en blanco. Pero para mí estaba clarísimo. Tan claro como quien no quiere ver.

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