Puse pie en España un 23 de diciembre de 2015 mientras arrastraba la misma maleta de ruedas que había portado a la ida, solo que con una pata menos, y con una bolsa deportiva colgada del brazo y llena hasta los topes de regalos. Soltarla al fin en el maletero del coche de mi padre fue lo tercero más placentero de aquella mañana.
Hay algo que debéis saber sobre mí. O, en realidad, sobre mi madre. Durante toda mi infancia a Carmen G. Espadas casi nunca le regalaban ramos de flores y, cuando alguien lo hacía, su sonrisa era forzada y tremendamente artificial. Quizá no para quien le ofrecía dicho obsequio, pero sí a mis ojos. Por supuesto, ya por aquel entonces mi curiosidad iba conmigo a todos lados, ¿cómo sino iba a comprender las cosas?, y tardé en preguntar menos de lo que les llevaría a esas flores marchitarse. «Las prefiero vivas» dijo al tiempo que se encogía de hombros. Y me pareció tan simple como esclarecedor. Porque sí, yo también las preferiría vivas, si es que alguien en algún momento de esa vida adulta que tan idílicamente me imaginaba decidía regalarme flores alguna vez.
Así que, cuando una muchacha desconocida se acercó a mí en el aeropuerto entregándome un macetita de margaritas amarillas, no pude sino parpadear catorce veces seguidas al tiempo que murmuraba un ininteligible «gracias».
Abrazar a mis padres después de cuatro meses sin verlos fue lo más placentero de la mañana, al menos hasta que descubrí una sonrisa tímida desde una de las columnas laterales. Esta vez también brotaba en sus ojos; aunque cargados de algo parecido al anhelo, los nervios y cierta... vulnerabilidad. Me derretí. No habría podido describirlo de otro modo.
Si eres una persona alta, o al menos más alta que la mayoría, lo usual es que los abrazos vengan desde abajo. Yo no soy la Torre Pelli, pero mi metro setenta y cinco destaca en España más de lo que quizá lo haría en los Países Bajos. Por lo que cuando mi hermano superó mi estatura y siguió creciendo, lo agradecí sobremanera. Porque los abrazos desde arriba son especiales, al menos eso consiguen transmitirme. No sabría explicarlo si lo intentara y tengo otras cosas en mente que prefiero intentar.
Que me rodearan con unos hombros anchos y un metro noventa y cinco de altura, me vino en aquel momento tan bien que casi olvidé dónde estaba, qué quería y quién era. ¿Os han abrazado así alguna vez?
—¿Te gustan? —murmuró Andreas junto a mi oreja, aunque su voz sonó amortiguada gracias a mi pelo enmarañado. Nunca he entendido como en las películas ellas siempre tienen el cabello perfecto.
Muchas cosas pasaron por mi mente en ese preciso instante. Y, si habéis estado leyéndome con asiduidad, o si me conocéis un poco, habréis constatado a estas alturas que eso es tan parte de mi personalidad como sonreír, no saber ligar, querer solucionar problemas ajenos o utilizar demasiados ejemplos a la hora de intentar explicarme. Sí, como en este preciso momento.
Caí en la cuenta de que las flores eran suyas. Por supuesto que eras suyas. Muchacha tonta, al final tantas horas sin dormir sí que pasaban factura después de todo. Pero ¿quién era la mujer que me las había entregado? ¿Y por qué amarillas? ¿Qué hacía Andreas en Madrid? Mis padres tenían controladas mis maletas, ¿verdad? Salí corriendo tan deprisa que no... Sacudí la cabeza para mis adentros. Puede que no estéis familiarizados con el gesto, pero es lo que hacemos las personas como yo cuando no tenemos tiempo de meditar y sabemos que no estamos pensando en lo que deberíamos, aunque no lo podamos evitar.
El problema suele concluir en que de tanto pensar, se olvida una de qué decir. Así que terminé susurrando lo que me pareció más importante:
—Están vivas.
Sonreí. Tanto que me dolieron las mejillas. No eran las flores. Ni que Andre se hubiera adelantado a Nochebuena con un metafórico lacito de regalo envuelto a su alrededor. No era estar de vuelta en casa. Ni sentir que el nudo que se formaba de vez en cuando y sin explicación en mi pecho se disolvía al fin. No era todo eso. O sea sí lo era, porque como digo pensaba en muchas cosas a la vez, y sentía muchas cosas a la vez. Pero también era algo más. Se había acordado. Ni siquiera alcanzaba a ubicar cuándo le había hablado de que prefería las flores vivas, de que esa preferencia nacía en mi madre. Y eso lo hacía aún más especial. Porque yo me acordaba de todo. Casi siempre. Y él había retenido ese pedacito de mí y yo no. Lo había retenido, le había dado importancia y lo había pintado de amarillo. Tan vivo como el sol o mi alegría en aquel preciso instante.
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CATORCE
Romantik¿Conoces esa sensación en la que el corazón parece querer salirse del pecho y un sudor frío te recorre la espalda, la mente se vacía y todos los instintos ruegan a la vez y a voz en grito que salgas corriendo sin mirar atrás? Yo he experimentado eso...