Capítulo 8. Gallegos

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Los españoles son personas... peculiares y creo que es algo que puede afirmarse de cualquiera que fría una milanesa, aunque lo llamen filete empanado, —a menos que ese cualquiera se halle en un mercado, puestecito o feria—. Sé que te lo preguntas, así que contestaré, aunque debería ser evidente: la milanesa se hace al horno. Sí, al horno. ¿Te sorprende? No me extraña. Los gallegos ni siquiera conocéis el dulce de leche. O al menos no lo conocíais en mis años de adolescencia. ¿Ahora? Bueno, ahora ya sí; aunque en parte me atribuyo el mérito. Llevo todos estos años ilustrando a media España de tal espléndida exquisitez.

En esos primeros meses en la península también me parecieron distintas sus formas de vestir, hablar o interactuar entre sí; aunque imagino que eso podrá decirlo cualquier muchacho de dieciséis años que viaje a la otra punta del mundo. Yo no viajé a la otra punta del mundo, no en realidad; pero soy argentino, sabes que exagero. Y en eso sí nos parecemos a los españoles.

Fue impactante descubrir que la pizza es horriblemente fina y que su himno no tiene letra, que no inventan canciones para alentar a sus equipos —al menos no canciones más allá de «hemos venido a emborracharnos, el resultado nos da igual»— y que no insultan tanto. Las caras de mis amigos eran de lo más variopintas cada vez que se me olvidaba ese pequeño detalle. Los chavales de mi edad se juntaban a comer pipas en los bancos y no a tomar mate. Y en las comuniones parecía que te había tocado la lotería, la cantidad de regalos era bestial, mientras los muchachitos y muchachitas de diez años se paseaban como si se tratase de su quinceañera.

Beber cerveza muy fría es costumbre nacional. Desde entonces y hasta la fecha, siempre que he querido invocar a algún amigo español, no he tenido más que escribirle estas palabras: «¿una cerve al solecito?». Lo tenía frente a mí media hora después, aunque yo estuviera en Sevilla y él en Murcia.

Usan «coger» para todo, menos para lo que hay que usarlo y en mis primeros años contener la risa se volvió parte intrínseca de mis interacciones sociales. Por otro lado, y como gran descubrimiento: ¡existen las tapas! Lo que, a un amante del preciado arte del comer, como lo es este fiel servidor, le parece una idea revolucionaria. Pequeños platos a pequeños precios para que puedas degustar la mitad de la carta, ¡o la carta entera! Creo, con bastante fervor, que las parejas españolas se mantienen en el tiempo si comparten su deseo de tener hijos o mascotas, si coinciden entre la playa o la sierra y si compartan o no sus tapas —aunque en el norte se lleven más los pinchos—. Y no lo juzgo, porque es un arte. El arte de la tapa. Y para arte, el de una maravilla española que debería ser Patrimonio Nacional: la croqueta. He viajado con muchas cosas extrañas a lo largo de mi vida. Desde dulce de leche en tarritos de menos de cien mililitros por petición desesperada de una amiga argentina que vivía en Berlín, hasta catorce botes de desodorante de la marca «Kevin» en la maleta a facturar. Pero en el pódium se encuentra, sin duda, aquella vez en 2018 que visité a Argentina para reencontrarme con mi pasado, y con un kilo y medio de croquetas congeladas y envasadas al vacío como compañeras de viaje. Necesitaba, como imperativo absoluto y categórico digno de Kant, que mis amigos degustaran tal manjar. Leo, aún a día de hoy, cuando viene a vernos y el camarero le pregunta qué quiere comer, solo responde: «croquetas».

Con todo, cuando llegué a España en ese verano de 2012, quienes más diferentes me parecieron fueron los hombres, o bueno, los muchachos. En esa área de conocimiento —o desconocimiento tal vez—, es donde yo empecé a destacar. Los chavales de Huelva no se abrazaban ni se besaban tanto, ni entre colegas ni con amigas. No eran tan cariñosos, en general, y me chocaba sobremanera. Cuando alguno quería ligar, lo intentaba metiéndose con la chica en cuestión, lo que en un principio podía resultar divertido; pero que a veces desconcertaba más que ayudar. Si, en cambio, yo le decía a alguna amiga que iba muy guapa o que su sonrisa me parecía preciosa, veía cómo sus ojos se encendían y algo cambiaba desde ese momento en su forma de mirarme.

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