Capítulo 11. Tereré con nueve de oros

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—Tereré —dije despacio, separando con pereza cada sílaba. La palabra era fácil, y eso me frustraba más.

—¿Tereré?

Suspiré.

—Sí.

—¿Y a qué sabe?

—A mate frío con jugo.

—¿Mate?, ¿el té ese que llevas siempre a todas partes? —Suspiré de nuevo y asentí. «El té». A veces era más fácil asentir.

Si nunca has vivido a cientos de kilómetros del lugar donde naciste, si nunca has sentido que nadie conocía tu cultura y tus costumbres, si nunca has mirado a tu alrededor y los demás parecían haberse criado en otro universo; tal vez te resulte difícil empatizar con ese sentimiento. Pero yo, a diez mil novecientos setenta y tres kilómetros de la región que consideraba mi hogar y de las personas que conformaban mi familia; solo podía pensar en que «tereré» era una palabra tremendamente sencilla y que, ¡por Messi!, ¡el «mate» no era un té! En cada conversación alguien se reía por alguna de mis palabras o expresiones, imitaban mi acento con exageradísima entonación o me miraban con cara de pelotudos, como si estuviese hablando sueco y no su mismo idioma. Y es gracioso cuando un gallego intenta decir «boludo» con acierto. La primera vez. Y la segunda. Quizá la tercera. Pero los españoles, además de ruidosos e intensos, también son pesados. En eso me sentía como en casa.

La primavera y mi cumpleaños llegaron casi a la par y el calor los acompañó poco después. Y aquello no era Bolsón. Andalucía gozaba de una primavera que muchos veranos nórdicos habrían envidiado. Yo lo disfrutaba, especialmente tras un extraño cambio en las horas, en que los españoles habían adelantado los relojes y las dos de la mañana habían pasado a ser las tres. ¡Solo un gallego podía inventarse algo así! Pero los días eran largos ahora y yo pasaba más tiempo en la calle. Y al menos, cuando salía de los entrenamientos, todavía no era noche cerrada. Porque sí, a mi pesar, seguía entrenando. Mi padre había terminado por convencerme. Lo que era de esperar, pues él no ha cambiado de idea en su vida; mientras yo, pues, casi tanto como de pantalones.

La selección estaba resultando tan tediosa como la había imaginado. Solo que peor. El segundo entrenador era el mismo que el de mi club y, de entre los chavales de Huelva que asistíamos a las convocatorias, les daba a los otros de mi equipo una preferencia brutal. Fue la gota que colmó el vaso, fue el movimiento de un inexperto levantando la bombilla antes de tomar, fue un bloqueo triple en punto de set; y haría, al final, que el vóley desapareciese de mi vida, al menos durante un tiempo. Una prueba más de que nunca son las vacaciones, el deporte o la asignatura; siempre son las personas. Y definen tanto nuestras experiencias vitales que, si fuésemos conscientes de ello, tomaríamos mejores precauciones. A fin de cuentas, ¿qué habría sido de Hinata sin el Karasuno?, ¿de Naruto sin el Equipo 7?, ¿de Luffy sin sus nakamas?, ¿de Harry sin Ron y Hermione?, ¿de Kaladin sin el Puente cuatro?, ¿o el Puente cuatro sin Kaladin?

Y eso era yo, un casco sin moto, unas gafas sin el tubo, una red sin pelota. A veces, a veces me sentía tan fuera de lugar como una ficha de ajedrez dentro de una piscina. ¿Dónde se había quedado mi tablero? Otras, alguien sacaba unas damas o un parchís y, pese a que no eran lo mismo, al menos podía mover ficha. Eso sí, las gotas de agua con olor a cloro me salpicaban en la cara cada vez que alguien me hacía una pregunta tan cansina como «¿tereré?».

—Prefiero la Fanta —dijo Antonio, encogiéndose de hombros. Asentí. Me debatía sobre si explicarles que no tenía nada que ver, que eran bebidas completamente diferentes, cuando pasamos por delante de la casa de Dani. Levanté la vista sin poder evitarlo. Al girar el rostro hacia ellos de nuevo atisbé que Abel había seguido la dirección de mi mirada. No dijo nada. Y yo tampoco. Hacía dos semanas que Noe y yo habíamos terminado, lo que fuese que hubiésemos sido en un primer lugar, y en esos días descubrí dos cosas: a Noe no le gustaba que yo ligase por ahí, aunque ella también lo hiciese; y Abel había resultado estar enamorado de ella. No podían ser más dispares. Él era tranquilo y comedido, un poco payaso de vez en cuando; pero sereno casi siempre. Prefería las noches de fútbol o pipas que las fiestas. Y Noe, bueno, ella no era así. Más bien todo lo contrario. Y quizá por eso le atraía a él. No era malo que le gustase Noe. En realidad era bueno, y si todos hubiésemos tenido la madurez emocional para gestionarlo como debíamos, podría haber funcionado a la perfección, como piezas que encajan unas con otras. Pero no. En la adolescencia hay mucho de todo, de impulsos, de nuevas experiencias, de bochornos y vergüenzas; pero el sentido común tiende a brillar por su ausencia; al menos en la mayoría de las ocasiones. Así que todo lo que podría salir mal saldría mal. Noe ligaba pero no me dejaba ligar. Abel me observaba como si yo tuviese en mi poder el tesoro de un mapa pirata que su abuelo le hubiera conferido en secreto. Y Dani no se acercaba a mí, por si acaso, por su amiga, a saber por qué en realidad.

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