Viajar a España por segunda vez fue pura maravilla. O mi padre lo hizo ser pura maravilla. Me compró ropa nueva, cara y de calidad, y me llevó de vacaciones a Valencia. Además de visitar la ciudad, fuimos a Terra Mítica y al Oceanografic con pase preferente. Conocí a su novia y me cayó bien. Él parecía haber asentado su vida en Huelva y me ofrecía la oportunidad de compartirla. Y España era fantástica, como una pequeña versión de Argentina, aunque sin alfajorcitos de maicena ni facturas —nada es perfecto, para eso ya está la Patagonia—.
Así que cuando volví a Bolsón después de pasar dos semanas con él, había tomado una decisión. Una decisión que me contraía el estómago y me obligaba a pestañear con fuerza cada vez que pensaba en ella, pero una decisión al fin y al cabo.
***
—Andreas Marino, unos diez minutos, más o menos.
Alzo la cabeza de golpe y los papeles que guardo en el regazo juegan con deslizarse hasta el suelo. Sonrío. Solo han transcurrido cuatro minutos y, de algún modo, es como si llevara aquí sentado varios años. El secretario me sonríe otra vez antes de desaparecer por un pasillo.
La relatividad del tiempo es una cosa impresionante. Y sé que ya he reflexionado sobre ello antes. Incluso he utilizado la misma analogía que pretendo emplear ahora. Pero es que, a veces, puede transcurrir como dulce de leche enfriado de más —al hacer plancha en el gimnasio, por ejemplo— y, sin embargo, siempre pasa volando cuando más desearíamos que ese mismo dulce de leche se condensara por fin. Así fueron esas últimas semanas con mis amigos, con María y con lo que había sido todo mi mundo. Un chasquido, un instante, un vuelo que, por lo que a mí respecta, terminó antes de que pudiera desplegar las alas por completo. Pero claro, yo no era por aquel entonces como soy ahora. Me costaba entender que merecía un pedazo de cielo; pues mi vida, mi realidad, mis circunstancias..., simplemente no permitían ese impulso para volar.
***
—Va a ser el partido más épico de la temporada, lo sabés ¿verdad? —Thiago había venido a buscarme tras las clases y charlábamos camino al pabellón. Al principio, él, Leo y yo asistíamos a la misma escuela y habíamos compartido lecciones juntos; pero las disputas entre mis padres y su dinero me habían obligado a cambiar de centro. Y por eso el enfrentamiento del que hablaba Thiago era tan espectacular. Además del equipo que formábamos juntos, cada uno estaba también en el de su escuela. Aquel día ellos jugaban contra mí. Y ambos colegios se volvían locos. Una de las directoras prohibía a sus alumnos asistir, pues faltaban a las clases y se escapaban a la hora del receso. ¿La otra?, había declarado día festivo, previendo lo inevitable. Y es que todos los estudiantes iban al pabellón a ver el partido. Lo tuviesen permitido o no.
Había dos acontecimientos que hacían el periodo escolar tolerable. El primero era una guerra de comida —cuyos orígenes y tradición se remontaba años atrás— que se desarrollaba justo antes de cada verano y en el que hasta los profesores salían de allí cubiertos de salsa de tomate y harina. El otro era este encuentro, pues la rivalidad entre ambas escuelas era legendaria. Cabría pensar que me entristecía enfrentarme a Manu, Thiago, Leo y los demás; pero éramos demasiado competitivos para dejar aflorar cualquier otra emoción. Así que, mientras mi amigo y yo nos acercábamos al campo, noté como la expectación iba creciendo en mí, aunque seguida de otro sentimiento que no me permití dejar salir. Tragué saliva, lo empujé hasta la boca del estómago y me giré hacia Thiago:
—Esta vez, ¡vamos a ganar nosotros!
No fue así, por supuesto que no. Porque a ver, yo era bueno; había mejorado sobremanera en los últimos meses, especialmente después de tantos campeonatos, entrenamientos con la selección y los intensivos del club; pero ellos eran mejores en su conjunto, más equipo y pura experiencia. Por lo que, pese a que competimos y los mantuvimos a raya, nos arrebataron el tercer set tras un intenso toma y daca que casi alcanza los treinta puntos. Eso sí, fue espectacular. Divertido como el que más, emotivo como pocos. Ambas escuelas animaban hasta desgañitarse y el pabellón retumbaba con un zumbar de cientos de golpes, palmas y silbidos. Fue el partido más intenso y entretenido que jugaría jamás. Y también fue el último. No el último con los pibes, que ya había tenido lugar apenas cinco días atrás, cuando habíamos disfrutado de una magnífica victoria contra quienes nos seguían de cerca en la clasificatoria, impulsándonos a la primera posición; ni tampoco el último de mi vida, jugaría en España, aunque por supuesto, nunca volvería a ser igual, por mucho que lo intentase. No. Fue mi último partido en Argentina, porque, pese a que nadie lo sabía, o casi nadie —María lo había descubierto hacía cinco noches, cuando rompí a llorar sin aviso mientras paseábamos juntos—, yo me marchaba al día siguiente a Buenos Aires y, dos días después, a España.
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CATORCE
Romance¿Conoces esa sensación en la que el corazón parece querer salirse del pecho y un sudor frío te recorre la espalda, la mente se vacía y todos los instintos ruegan a la vez y a voz en grito que salgas corriendo sin mirar atrás? Yo he experimentado eso...