Una institutriz, educada más allá de su condición, es a menudo condenada a una vida de soledad y ambigüedad social.
Charlote Brönte.
—Su Nobilísima la está esperando en el despacho —oyó al otro lado de la puerta la voz de la señora Manderley.
Emma había tenido bastante tiempo para serenarse y recuperar la compostura. Incluso había disfrutado de un par de bocadillos fríos que algún miembro del servicio le había ofrecido durante la hora del almuerzo. Aunque no podía presumir de un buen comienzo, al menos podía agradecer que ningún miembro distinguido de la casa hubiera sido testigo de su lamentable actuación. Guardó el libro con el que había estado matando el tiempo en su maleta, la cual aún no había deshecho del todo, aguardando para hablar con los señores de la mansión, y se contempló en el espejo. Había logrado peinarse con esmero una vez más, y se había cambiado la ropa por un vestido impecable de color negro, con un cuello blanco lo suficientemente alto como para conferirle dignidad.
El gesto autosuficiente de la señora Manderley la estaba esperando cuando abrió la puerta de su modesta estancia. —Vamos, apresúrese, el señor dispone de un tiempo muy limitado para atenderla.
Con pasos decididos, Emma prosiguió tras el ama de llaves a través de la esplendorosa propiedad colonial, adornada con elementos hindúes de vivos colores que, desafortunadamente, se veían eclipsados por las cortinas oscuras y la atmósfera decadente. ¿Acaso solo el señor la estaba esperando? ¿Dónde estaba la esposa? Era posible que la señora estuviera ocupada con los niños, lo que explicaría por qué aún no los había escuchado. Quizás la madre imponía una disciplina estricta a sus vástagos. Cosa que le facilitaría mucho el trabajo, por supuesto. Aunque no fuera precisamente amante de las doctrinas rígidas.
Decidió no pensarlo demasiado. Si algo había aprendido durante su vida era a no pensar las cosas más de lo necesario. Cuando lo hacía, las cosas solo empeoraban, pues no podía concentrarse en lo verdaderamente importante y avanzar. Memorizó cada rincón de la casa, tenía buena memoria. Era un don que Dios le había otorgado desde la niñez, por eso recordaba cada libro de historia, matemáticas, lengua o filosofía que había leído. Los Condes de Norfolk habían sido muy amables al proporcionarle las mejores maestras durante su juventud, pero ella tampoco había desaprovechado ninguna oportunidad, siempre agradecida y trabajando con el máximo de sus capacidades.
—Pase, por favor —la instó de nuevo la señora Manderley al llegar a una puerta de dos hojas de madera de estilo señorial con cuarterones tallados, altillo y laterales de madera calada con cristalera.
Emma dio por sentado que el Gobernador de la India había ordenado que la hicieran pasar sin demora. Por lo tanto, golpeó la puerta dos veces y entró con decisión, con la espalda recta y las dos manos cruzadas por delante de la falda. Lo hizo con la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo en señal de respeto y sumisión, tal y como se esperaba de ella. Rápidamente se dio cuenta de que el despacho apenas tenía luz, todo eran sombras y penumbras. Como si toda la oscuridad que había percibido en la propiedad proviniera de allí dentro y se escampara hacia el resto de las estancias. ¿Quién había muerto? ¿La madre del Gobernador, quizás?
Hizo una reverencia hacia la sombra que se distinguía, apenas, sentada detrás del escritorio.
—Es un honor, Su Excelencia —habló con respeto—. Me llamo Emma Rothinger.
Nathaniel Canning, Gobernador General de la India, estaba recostado tras el imponente escritorio de roble en su magnífico y fastuoso despacho en Calcuta cuando percibió la entrada de la institutriz. Había conseguido relajarse tras la partida del Embajador de Austria y se encontraba revisando algunos informes, pero en cuanto oyó su voz, la voz de esa tal Emma Rothinger, se cuerpo se tensó de nuevo. Levantó la vista de los documentos que tenía entre manos y la miró incrédulo. Sí, no se había equivocado. Esa voz que, pese a intentar parecer comedida y seria, sonaba vivaracha y demasiado alegre, era la misma voz que lo había reprendido horas antes en el patio delantero frente a sus invitados especiales.
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El diario de una institutriz
Historical FictionLa felicidad del Gobernador Canning se basa en su carrera política. No es feliz. Desde la muerte de su esposa, no ha manifestado ningún interés en relaciones sentimentales ni en ninguna otra mujer. Sus cuatro hijos ocupan un lugar prioritario en su...