Capítulo 9- Los ojos avellana de la señora Manderley

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Gran parte de las dificultades por las que atraviesa el mundo se deben a que los ignorantes están completamente seguros y los inteligentes llenos de dudas.

Bertrand Russell. 

Había decidido, después de permanecer confinado en su modesta alcoba, salir de la propiedad y dirigirse a las Oficinas del Gobierno. El trabajo era lo único que lo ayudaba a sentirse mejor, siempre. —Buenos días, Gobernador —lo saludó el señor Kamis, su secretario. 

—Buenos días. ¿Hemos comenzado a organizar la visita de la Marquesa de Ailsa?

—Se ha considerado alojarla en la torre principal, donde podrá disfrutar de privacidad y comodidad al mismo tiempo. Sin embargo, la mayor parte de su estancia la pasará en su residencia, desde donde se llevarán a cabo banquetes, encuentros con otros distinguidos miembros de Calcuta y demás eventos.

—El proyecto del ferrocarril va viento en popa, por lo que veo —comentó, tras echar una rápida ojeada a uno de los documentos que tenía sobre la mesa de su despacho—. Pero temo una revuelta por parte de los autóctonos; la última ley que aprobamos no les sentó demasiado bien.

—La ley de impuestos fue excesiva, Su Nobilísima.

—Lo sé, pero ya sabes que, en muchas ocasiones, solo aplicamos lo que el Imperio Británico requiere. Tendremos que solventar el problema aquí, pues ya ha habido varias protestas a lo largo del país. No sería nada extraño que, muy pronto, hubiera un conflicto en el que las armas sean necesarias. Todo esto se hablará esta tarde, en la Asamblea con los demás secretarios y miembros de la Gobernación India. 

El día transcurrió en una agitada ocupación, con la mente enfocada en la India, en Calcuta y en su labor. Aunque sus padres no habían sido particularmente severos con él, Nathaniel se había impuesto altas exigencias en cuanto a sus aspiraciones. No se permitía sentir alegría ni tristeza rápidamente; todas sus emociones las dosificaba en pequeñas dosis para que no afectaran a su carrera política. Así se había educado a sí mismo para llegar a ser el Gobernador de una colonia británica, pues su origen no era precisamente el más opulento ni el más poderoso.

Su padre, el vizconde Canning, poseía una buena fortuna y generosas tierras en la zona rural de Inglaterra, pero no era un duque. No tenía el linaje ni el peso social de su cuñado, el duque de Wellington. Su esposa, Tara, había sido la única hija del primer duque de Wellington, y su hermano era el actual duque de Wellington, con quien Nathaniel había formado una curiosa amistad. Arthur, el duque de Wellington, era un hombre dado a los vicios, a las mujeres, y un vividor. Era responsable de sus posesiones, pero se dedicaba solo a mantenerlas a flote sin ambición de hacerlas crecer. Esta diferencia de carácter entre los cuñados, sin embargo, no había impedido que Nathaniel encontrara en Arthur un amigo y aliado en la compleja vida social y política de Calcuta. Por eso, tras pasar el día entre papeles, reuniones, problemas y asuntos políticos, decidió seguir alejado de su casa un poco más. 

Se dirigió hacia el Taj Palace, el club para caballeros ingleses en Calcuta. No era algo que hiciera regularmente, pero de vez en cuando lo visitaba para mantener una agradable convivencia con sus semejantes y, sobre todo, para encontrarse con su cuñado. A pesar de no tener mucho en común, le gustaba mantener una buena relación con él, pues sentía que de alguna manera honraba la memoria de su difunta esposa al hacerlo.

El Taj Palace, un emblema de la elegancia colonial en el corazón de Calcuta, se alzaba imponente bajo el cielo del atardecer. Sus pilares de mármol y grandes ventanales, adornados con cortinas de terciopelo rojo, irradiaban una grandeza que no podía ignorarse. Nathaniel Canning, el Gobernador, llegó a la entrada del club, donde los sirvientes con librea se apresuraron a abrir las puertas de su carruaje. Descendió con la gracia y el porte que su posición exigía, saludando con un breve asentimiento a los presentes.

El diario de una institutrizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora