El que se alimenta de deseos reprimidos finalmente se pudre.
William Blake.
La señora Manderley, el ama de llaves de la propiedad del Gobernador de India, entró en el salón de invitados con una elegancia serena. A Emma le pareció, de repente, que aquella mujer cargaba con más años de los que había aparentado hasta entonces. Con su pelo rubio bien recogido hacia atrás en un moño bajo y tirante, los miró a ambos. A él como si fuera un cordero a punto de ser degollado y a ella, con esa sutil autosuficiencia de la que solo parecía darse cuenta Emma.
—¿Quería hablar conmigo, Su Nobilísima? —preguntó ella con una voz cándida, una voz inusualmente dulce.
—Siento molestarla, señora Manderley. Estoy seguro de que tiene mucho trabajo, como siempre.
—Se me ha informado de que el Duque de Wellington vendrá a cenar esta noche, mi señor —dijo la señora Manderley con suavidad—. Estaba dando instrucciones a la cocina para que preparen el menú que la difunta señora de Canning siempre encargaba para su hermano.
Emma sabía que no tenía motivos para cuestionar las decisiones del ama de llaves en cuanto al menú. La casa carecía de señora, y era normal que ella se encargara de esas cuestiones. Aun así, el modo en que mencionó a Tara le pareció malicioso. Como si buscara cualquier excusa para traer a colación el dolor del Gobernador. Se dio cuenta de que el gesto de Su Nobilísima cambiaba un poco al recordar a su difunta esposa.
—Es cierto, lo había olvidado. Debo reconocer que no sé qué haría sin su inestimable ayuda.
—Espero poder serle de gran ayuda siempre que lo necesite, Su Nobilísima.
Emma se removió ligeramente en su diván, no sabía qué sentir ante esa escena.
—La he hecho llamar, señora Manderley, porque deseo saber qué ha ocurrido con la señorita Rothinger en mi ausencia. Al parecer, nuestra nueva institutriz ha sufrido una experiencia espantosa esta mañana, al descubrir que la puerta de su habitación estaba cerrada con llave. Tampoco recuerdo haber ordenado su traslado desde su habitación en la segunda planta a otra en la tercera. La tercera planta no se utiliza desde... —el Gobernador se removió en su sillón—. En fin, desde la muerte de Tara —terminó la frase, con una dificultad evidente que no pasó desapercibida para nadie en ese salón de invitados.
El ama de llaves apretó las manos frente a su falda, pero no perdió la compostura ni dejó entrever sentimiento alguno. Emma la miró fijamente, esperando algún tipo de reacción, pero solo recibió una sonrisa comedida, la misma que la señora Manderley siempre esbozaba.
—Mi señor, no creo que sea adecuado hablar de este tema delante de la señorita Rothinger. No me gustaría ofenderla.
A Emma le hubiera encantado erguirse, pero temía que tal acto socavara el refinamiento que con tanto esmero exhibía.
—No tema herir mis sentimientos, señora Manderley —susurró, rompiendo el silencio con su voz clara y decidida—. Prefiero la honestidad a la dulce mentira. Vivir en la ignorancia, sin duda, es la mayor ofensa. Necesito saber por qué motivos decidió usted encerrarme sin mi conocimiento ni el del Gobernador Canning.
La mirada autosuficiente de la señora Manderley recayó sobre ella, pero Emma no estaba dispuesta a dejarse intimidar. Cada vez más, estaba prácticamente convencida de que esa mujer ocultaba algo. No se trataba solo de su personalidad fuerte debido a su profesión, esa mujer iba más allá. Era como si se sintiera la dueña de esa casa, como si nadie pudiera tomar ninguna decisión en ella, ni siquiera el propio Gobernador. Cualquier persona, con un poco de sentido común, se daría cuenta de eso.
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El diario de una institutriz
Historical FictionLa felicidad del Gobernador Canning se basa en su carrera política. No es feliz. Desde la muerte de su esposa, no ha manifestado ningún interés en relaciones sentimentales ni en ninguna otra mujer. Sus cuatro hijos ocupan un lugar prioritario en su...