Capítulo 18- Incontrolable

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Las lágrimas más amargas que se derramarán sobre nuestra tumba serán las de las palabras no dichas y las de las obras inacabadas.

Harriet Beecher. 

Emma sentía la mirada acusadora y exigente del Gobernador clavada en su nuca. ¿Dónde se habría metido la señorita Amelia? No podía haberle sucedido nada malo, pues en la propiedad del Duque de Wellington abundaba la seguridad, y los sirvientes estaban siempre atentos a las necesidades de los más pequeños.

—No debería haberse distraído con el juego de la pelota, señorita Rothinger —dijo el futuro vizconde Canning, con voz autoritaria, mientras se abrían paso entre la multitud y buscaban con la mirada por los rincones de los salones. 

—No fue una distracción, mi señor. Si se hubiera acercado a nosotros en cuanto llegamos, habría sabido que el señorito Oliver tenía una vergüenza paralizadora ante la idea de mezclarse con otros niños. Unirme a él, fue una manera de animarlo a jugar y de hacerle saber que tiene en mí, mi señor, un apoyo incondicional. Aunque le parezca ridículo y vergonzoso, pero los sentimientos mi pupilo están por encima de sus juicios morales. 

Nathaniel enarcó sus dos cejas por enésima vez en ese día. A esas alturas, ya debería saber que no podía ganar a la señorita Rothinger en una discusión. Ella siempre tenía un argumento para cualquier cosa de la que se le acusara. 

Era peor que sus adversarios políticos: más discutidora, más astuta y más valiente. 

Emma, con su vestido de lino oscuro, se esforzaba por mantener la calma mientras iban de un salón a otro en busca de la niña. Afortunadamente, había dejado a los demás pupilos bajo el cuidado de una de las doncellas del Duque de Wellington, lo que le permitía concentrarse en la búsqueda sin preocupación por los otros niños.

Juntos, se movieron a través de los salones llenos de risas y conversaciones banales, saludando a los invitados solo cuando era absolutamente necesario. Los dos comenzaron a explorar las habitaciones menos concurridas, preguntando a los sirvientes y vigilando cualquier señal de la niña.

Finalmente, sus pasos los llevaron a un ala más tranquila de la mansión. Pasaron por un pasillo adornado con retratos ancestrales hasta llegar a un pequeño cuarto adyacente a otro salón. Emma abrió la puerta con cautela, revelando una estancia acogedora y ligeramente iluminada por el sol que entraba por las ventanas. En el silencio del cuarto, ambos escucharon débilmente la música y las voces que venían del salón contiguo.

—¿Y podría usted decirme qué clase de atuendos llevan mis hijos?

Emma se paró en seco y se giró para mirarlo. Él llevaba un magnífico traje chaqué de colores grises, estaba guapo; no podía negarlo, a pesar de la seriedad y austeridad de su atuendo. El Gobernador no era un hombre que vistiera colores vivos, ni siquiera colores; sus ropajes siempre iban de los grises a los azules, pasando por algunos negros. Claro, que eso no le extrañaba a Emma. Pero sí le molestaba que quisiera imponer su misma vestimenta, triste, a los pequeños. 

—La clase de atuendos que deben llevar los niños de su edad, mi señor. La clase de atuendos que indican que son infantes felices, que crecen en un hogar sano —lo miró a los ojos, sin importarle que la mirada de él fuera tan penetrante y exigente como de costumbre; al fin y al cabo, ya se había retado con él otras veces. Y ya no le daba tanto miedo. De hecho, nunca le había dado miedo, a pesar de que él pretendiera dárselo.

—No es usted consciente de la vergüenza que me está haciendo pasar, señorita Rothinger. Mis hijos no necesitan demostrar su felicidad a través de vestidos ridículos. Son los hijos del Gobernador, representantes de un hogar decente con normas estrictas y necesarias.

El diario de una institutrizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora