Capítulo 3- Huérfanos de madre

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Ser institutriz es ser una paria: vivir entre los servidores y no ser una de ellos, compartir la mesa de los amos y no ser uno de ellos.

 Charlotte Brontë.

—Lamento profundamente su pérdida, mi señor —repitió Emma con sinceridad, pero el Gobernador no la miró, absorto en la contemplación de su difunta esposa en el retrato. Emma ya la había visto en las escaleras. Sin duda, una mujer de gran belleza, de pelo y ojos muy negros. Estaba convencida de que el señor seguía enamorado de ella a pesar del paso del tiempo. Emma permaneció en silencio unos momentos más, respetando la quietud del momento—. El amor perdura más allá de la vida terrenal —comentó en un susurro. 

—¿Amor? —despertó Su Excelencia, fijándole una mirada intensa con sus ojos azules, tan gélidos que podrían haber congelado a cualquiera, pero no a Emma. En la mirada de Emma ardía un fuego interior, una pasión que parecía desafiar incluso el hielo más frío, creando chispas en sus iris verdes—. Es usted muy amable. Pero soy un hombre, señorita Rothinger. Los hombres no creemos en el amor, la poesía es para las mujeres. Tara y yo fuimos muy felices, pero eso es todo. 

Emma apretó los labios con determinación y permitió que una leve sombra de incredulidad se dibujara en sus ojos. El estado de la casa y la actitud del propio Gobernador no respaldaban esas palabras. Sin embargo, los hombres rara vez hablaban de tales asuntos, y este en particular no era una excepción. De hecho, parecía ser el menos dado a demostrar afecto de todos ellos. Estaba segura de que jamás había pronunciado un «te quiero».

—Por supuesto, mi señor. Si usted lo dice, me veo obligada a creerlo —respondió ella, esforzándose por no sonar demasiado sarcástica, aunque sin mucho éxito. Su voz denotó incredulidad y su gesto lo reflejó claramente. 

Los ojos del Gobernador se estrecharon sobre ella, evidenciando su irritación.

—Recuerde, señorita Rothinger, que su permanencia en esta casa pende de un hilo —advirtió él.

—¿Significa eso que me dará una oportunidad? —inquirió Emma con cautela.

—Como Gobernador General de la India, un representante del Imperio Británico y de sus costumbres, sería sumamente descortés de mi parte no concederle la gentileza de quedarse aquí al menos un par de semanas; disculpe si he sido un poco abrupto hace poco —respondió él con solemnidad.

Sin duda, se había precipitado al expulsarla de su hogar. El recuerdo de Tara lo había hecho reflexionar. Ella nunca habría despedido a alguien que había viajado desde tan lejos de un día para otro. Además, no le agradaría en absoluto que la parlanchina señorita Rothinger regresara a Inglaterra esparciendo el rumor de lo brusco que había sido con ella. Como político y hombre de modales, sabía que debía actuar con prudencia y cuidar de su imagen. Eso era lo que había hecho siempre. La dejaría marchar después de dos semanas, le ofrecería una compensación generosa y la enviaría de vuelta a Londres. Sí, ese era un plan mucho más sensato para todos. 

Mientras tanto, enviaría otro mensaje en busca de una nueva institutriz y esperaba recibir una respuesta pronto.

—Sí, mi señor. ¿Cómo prefiere que me dirija a usted? —preguntó Emma con cortesía, orgullosa de su pequeño logro; el Gobernador había reflexionado a pesar de sus primeras palabras tan poco amables.

—Suelen dirigirse a mí por «mi señor» o «Su Nobilísima», aunque también puede referirse a mí como el «Gobernador» o el  «vizconde» —comentó él, estirándose hasta dirigir el mentón hacia el techo. 

Emma se abstuvo de rodar los ojos. La exigencia de ese hombre era palpable. Parecía que vivía por y para unas normas autoimpuestas muy bien definidas. 

El diario de una institutrizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora